09:15 am 25 de Diciembre 2012 Valencia, Carabobo, Venezuela
Dormía plácidamente cuando, de repente, escuché que alguien encendía la televisión, alcé la mirada para buscar al culpable, pero decidí callarme y prestarle atención a las noticias.
—...Este extraño virus parece haber tomado el control de la entera ciudad de Caracas, por lo que los hospitales ya no se dan abasto. Al mismo tiempo, los informes de disturbios y agresiones aumentan cada vez más, obligando así a que militares de todo el país sean enviados a modo de refuerzo. La entera capital ha sido declarada en cuarentena, y debido a ello, se han bloqueado todas las rutas de acceso hacia allá. A los civiles en general, se les aconseja no salir más de lo necesario, evitar el contacto con cualquiera que aparente estar infectado y colaborar al máximo con las autoridades. En estos momentos, sobrevolamos Caracas en helicóptero para mostrarles la situación —de repente, se escuchó un extraño ruido en el vehículo—. ¿Qué fue eso? —preguntó el reportero, tragando saliva.
—Al parecer estamos teniendo un pequeño problema, así que lo mejor será aterrizar de emergencia en ese edificio de allí —contestó el copiloto, señalando una azotea—. Luego haremos unas reparaciones rápidas para volver a partir.
—Bueno, se han presentado algunas complicaciones, y por lo tanto haremos un pequeño aterrizaje de emergencia —informó el reportero, tratando de ocultar su preocupación.
El helicóptero hizo un par de maniobras en el aire y logró aterrizar sin problemas en el medio de la azotea. Luego, uno de los tripulantes se bajó del vehículo y revisó el perímetro con rapidez. Todo se veía seguro y despejado... Quizá debieron haberle prestado más atención al cadáver que se hallaba en el suelo. Cuando aquel hombre pasaba por su lado, el cuerpo se levantó de forma casi imperceptible, se arrojó sobre él y le desgarró el cuello de un mordisco. Sus compañeros bajaron en seguida para ayudarlo, y mientras que ellos luchaban por reducir al agresor, el camarógrafo grababa cada escena en silencio.
Finalmente, y después de haber recibido varias mordidas y arañazos, aquellos sujetos consiguieron inmovilizar al atacante. Sin embargo, nadie le había prestado atención a la puerta que daba hacia las escaleras, esta se abrió con un rechinido, y una docena de infectados salió corriendo hacia ellos. Segundos después, comenzaron a despedazarlos.
El camarógrafo no tenía salida. A su espalda eran unos veinte pisos de caída, y si se quedaba allí, aquellos lunáticos lo devorarían sin dar ninguna muestra de compasión. El hombre escogió un final rápido, se despidió de su familia con unas breves palabras y saltó desde la azotea junto a su cámara, la cual grabó toda la caída, incluyendo el instante en el que su cráneo se abría contra el pavimento.
Ninguno de los presentes dijo una sola palabra al respecto, todos estábamos en shock. No obstante, unos gritos nos hicieron reaccionar de inmediato, corrimos hacia la ventana para ver qué estaba ocurriendo, y observamos una escena bastante traumática. Había una enorme fila de automóviles tratando de escapar de la ciudad, pero al parecer, todos tuvieron la misma idea, haciendo así que el tráfico dejara de moverse. Además, hacía horas que los militares se habían ido a patrullar para otro lado. Sin darse cuenta, la gente se convirtió en comida enlatada.
Los infectados llegaban en masa, rodeaban los vehículos, y luego de romper las ventanas, se dedicaban a devorar a sus ocupantes. Muchos optaban por bajarse de los autos y correr en la dirección contraria, sin embargo, quedaban atrapados entre la gran multitud que se había formado, y si no morían aplastados o por los golpes, eran alcanzados en pocos minutos. Es una escena que aún me persigue en pesadillas.
En ese momento nos dimos cuenta de que la televisión seguía encendida y haciendo un ruido considerable, así Daniel se encargó de apagarla. Colocamos nuestros teléfonos en modo silencioso, y después comenzamos a hacerle mantenimiento a todas las armas que teníamos. Si esos desgraciados llegaban a nuestra posición, estaríamos preparados para ello.
Un leve hedor a carne podrida se hizo presente en todo el lugar, y a medida que transcurrían los minutos, se hacía mucho más fuerte. Daniel y Germán se encargaron de montar guardia en la puerta de adentro con sus AK-103, mientras que Robert y Ricardo cubrían el techo con sus AR-15 de mira telescópica.
Itay abrió su maleta con rapidez, sacó toda la ropa, y extrajo su rifle HK-53. Lo armó en cuestión de segundos, y me acompañó a montar guardia con Fran, entre las rejas de hierro y la puerta blindada. Como siempre, yo portaba mi Desert Eagle. Por su parte, Carlos se había quedado en el garaje haciéndole mantenimiento a nuestros vehículos, al fin y al cabo, tenía varios años de práctica en un taller propio.
La tensión entre nosotros no paraba de crecer. Sabíamos que en cualquier momento Robert o Ricardo quienes tenían mejor vista de todo el perímetro, nos avisarían si al alguien o algo venía hacia nosotros.