Hora: Desconocida Día: Desconocido Lugar: Desconocido
Desperté boca arriba, sintiendo que todo mi cuerpo estaba cubierto de sangre. Tenía una herida poco profunda en el brazo derecho, y un trozo de vidrio incrustado en la pierna izquierda; además, noté que me habían atado los brazos a la espalda. ¿Qué demonios había ocurrido?
En busca de respuestas, empecé a inspeccionar el lugar con la mirada, y entonces me di cuenta que me encontraba en una habitación cerrada. Esta era de tamaño mediano, y en su interior, había una enorme ventana con rejas.
Me giré para continuar inspeccionando, y noté que allí estaban mis dos perros, ambos movían la cola felices de verme despertar. Les eché un vistazo rápido, y suspiré aliviado al ver que, aparte de algunas quemaduras leves, ninguno estaba herido de gravedad.
El resto de mis compañeros estaban tirados de cualquier manera por el suelo, y a simple vista, German era quien peor se encontraba. Se le veían algunas cortadas en los brazos, restos de sangre seca en la nariz y varios vidrios incrustados sobresaliendo de su espalda.
Por culpa de mis heridas, tardé toda una eternidad en ponerme de pie, pero cuando al fin pude asomarme por la ventana, calculé que estábamos a unos tres pisos de altura. Se me ocurrió que tal vez habíamos sido abandonados a nuestra suerte en aquel lugar, aunque por los momentos no había ninguna forma de saberlo. De lo único que estaba seguro era que debíamos salir de allí lo antes posible.
El ruido de la cerradura interrumpió mis pensamientos, y sin darme tiempo a reaccionar, un sujeto alto y musculoso entró a la habitación. Vestía con una ajustada camiseta de camuflaje y pantalones negros, a simple vista, supuse que tendría unos cuarenta y tantos años; también observé que tenía el cabello semi rapado y ambos brazos llenos de tatuajes. Nos observó a todos por unos breves instantes, y al ver que estaba de pie, agarró el cuello de mi camisa y me arrastró a un pequeño cuarto oscuro. Me sentó a la fuerza en una silla de plástico blanco, y luego él también tomó asiento frente a mí; lo único que nos separaba era una delgada mesa de madera. No tardé en reconocer su voz, y sentí una descarga de odio al ver que era el mismo desgraciado que nos había intentado robar las provisiones.
—¿Quiénes son? —interrogó, mirándome a los ojos.
—Soy Freider, ¿y tú quién coño eres?
—Aquí las preguntas las hago yo —replicó molesto—. Ningún inepto me dice qué hacer.
—Te recuerdo que este inepto logró noquearte de un golpe —sonreí burlón.
—¿De dónde vienen? —ignoró mis provocaciones.
—Me niego a contestar.
—No estás en condiciones de exigir nada —amenazó—. Podemos obligarte a hablar de muchas formas dolorosas.
Abrí la boca para contestarle, pero en ese momento la puerta se abrió para darle paso un tipo alto y delgado que vestía ropa de camuflaje. Este trajo consigo un gran balde de agua, me miró con desdén, y lo colocó sobre la mesa.
—Contestarás a todo lo que te preguntemos —el flacuchento cruzó los brazos.
—¿Qué si no quiero? —levanté la mirada en forma de desafío.
Sin decir nada, el tipo delgado se colocó a mis espaldas, y me metió la cara en el balde de agua helada. La mantuvo allí por casi un minuto, hasta que se dio cuenta de que me estaba quedando sin aire.
—Me dirás de donde vienen. ¡Ya mismo! —gritó el flaco, levantándome por los cabellos.
-Del entrepiernas de tu madre.
—¡No te hagas el chistoso! —gruñó, volviendo a sumergirme en el balde.
Cuando al fin logré tomar aire, tosí con fuerza y contesté a secas.
—Venimos de Valencia.
—¿Por qué entraron a nuestro depósito?
—¡No me jodas! —exclamé—. Nosotros llegamos primero.
—¡Eso no me interesa! ¡Robaron nuestras provisiones y luego las quemaron en una explosión!
—¡Ustedes fueron los idiotas que la causaron!
—¡Lleva a este insolente al cuarto de prisioneros! —ordenó el musculoso—. Y asegúrate de vigilarlo, ya se me escapó una primera vez.
—Sí, señor —asintió el flaco, arrastrándome hacia otra habitación estrecha y oscura—. Ni se te ocurra intentar algo —agregó, tirándome al suelo.
Escuché cómo daba un sonoro portazo, y poco a poco sus pasos se alejaron del lugar. De repente, sentí una fuerte punzada en el muslo izquierdo, y al mirar mi pierna, recordé que debía encargarme de la herida lo pronto más pronto posible o esta podría infectarse. Logré arrancar un trozo de mi camiseta con los dientes, y lo dejé caer al suelo mientras pensaba en en cómo extraer el vidrio de manera segura.
—Hola —me saludó una voz femenina, parecía provenir del interior del cuarto—, ¿quién eres?