Código X 77

10-. Caminos separados

7:50 pm 3 de Enero 2013 Hospital Carabobo, Carabobo, Venezuela


Vanessa y yo estábamos completamente rodeados. Mi hombro no podría estar peor, y con cada disparo que daba, la agonía solo aumentaba. Entonces, la chica me abrazó temblando y forcé una sonrisa para intentar darle ánimos. No recordaba haber estado más asustado en mi vida.

De repente, una ráfaga de balas interrumpió mis pensamientos negativos, y pude ver que finalmente llegaban los refuerzos.

Sin decir una palabra, José acabó a varios de los caminantes que rodeaban la puerta. Itay, por su parte, se encargaba de los que venían de las habitaciones cercanas. Uno de ellos vestía el uniforme militar venezolano y portaba una AK-103 amarrada a la espalda; esta contaba con una especie de adaptador que permitía introducir más munición, y una sencilla mira telescópica. Antes de que aquel zombi pudiera acercarse mucho a nosotros, Itay le voló los sesos, manchando toda la pared con sangre oscura y coagulada.

Gracias al ruido de sus disparos, José atrajo la atención de aquellas criaturas, y estas lograron hacerlo retroceder unos cuántos metros. Eran muchos infectados para él solo, así que decidí darle algo de apoyo; sin embargo, el dolor del hombro lesionado me atormentaba cada vez que presionaba el gatillo, y me vi obligado a parar.

Por suerte, antes de que los caminantes se merendaran a nuestro compañero, la chica que venía con él tomó el AK-103 del militar caído, y soltó una rápida e impresionante ráfaga de balas que, para nuestra sorpresa, destrozó las cabezas de todos y cada uno de los infectados que rodeaban a JDM. Sus cuerpos se desplomaron en el acto, y un enorme reguero de sangre coagulada cubrió el suelo.

En seguida, la chica revisó el cuerpo del militar en busca de más cargadores, y volvió al lado los chicos. Al ver que ya estábamos a salvo, aguanté la respiración y crucé a través del reguero de tripas. Luego, le tendí la mano a Vanessa para que pudiera llegar hasta nosotros.

—¿Están bien? —preguntó José, entre jadeos.

—Sí —contesté, tratando de mover el brazo izquierdo—, aunque la jodida lesión no deja de atormentarme.

—No te preocupes por eso, ya conseguí los medicamentos —me dio una palmada en la espalda.

—Ajá —Itay se aclaró la garganta.

—Bueno, él me ayudó a sostener la puerta.

Ese comentario nos hizo reír a carcajadas, y por un momento olvidé el susto de muerte que acabábamos de pasar.

—Por cierto —me dirigí a la chica nueva—, disculpa mis malos modales, soy Freider, me llaman FJC, pero tú dime como prefieras.

—Un placer conocerte, Freider, me llamo Victoria —respondió sonriente.

Sentí un codazo en las costillas, y vi cómo la rubia me dedicaba una mirada asesina.

—Oh cierto, ella es Vanessa —la señalé con el pulgar.

—Esto... chicos, odio ser aguafiestas —interrumpió Itay—; pero hay cientos de infectados tratando de entrar, así que lo mejor será largarnos de aquí.

Itay tenía razón, no valía la pena arriesgarnos. La última vez fue muy parecida, perdimos a German, y casi soy arrastrado con él.

Avanzamos con rapidez hasta llegar a una habitación despejada, donde JDM me suministró un analgésico y ajustó algunos vendajes en mi hombro herido. El medicamento calmó el dolor poco a poco y me permitió relajar los músculos. Una vez que terminamos de atender mi lesión, volvimos al pasillo; y en ese momento, las luces comenzaron a titilar.

Súbitamente, una niña de unos siete u ocho años, apareció a pocos centímetros de nosotros; vestía una impecable bata de hospital, y su largo cabello negro le cubría el rostro. Sin embargo, lo realmente escalofriante, era que cada vez que la luz se apagaba y volvía a encender, la chiquilla aparecía unos metros más atrás.

José, Itay y yo le quitamos el seguro a nuestras armas para evitar sorpresas inesperadas, al mismo tiempo que la niñita se alejaba sin hacer ningún ruido. Ni pasos, ni respiración, ni gemidos de infectada; y de hecho, a simple vista ni siquiera parecía que se hubiera movido de su posición.

Un frío sobrecogedor invadió el lugar, la luz se fue por unos cuantos segundos, y un relámpago iluminó todo el lugar, mostrando así un pasillo completamente vacío.

En esos momentos, recordé cuando de niño le temía a la oscuridad, y sentí cómo viejos temores volvían a apoderarse de mí. Aún viendo que no había nada, mi intuición -o instinto, díganle como quieran- gritaba que debía largarme de allí lo más rápido posible, junto a los demás, o sin ellos.

No pude articular ni una palabra debido al terror que sentía, y me atrevería a apostar a que no era el único.

Estando a punto de dar el primer paso al frente, escuché una risita infantil. Quizá la niña se reía de la cara de idiotas que teníamos -cosa que no dudo-, o del hecho de que nos estaba causando un infarto.




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