Código X 77

23-. La ciudad del pecado

03:40 pm 7 de Enero 2013 Salt Lake, Colorado


Para resumir lo jodido de la situación: estábamos completamente rodeados, el vehículo no resistiría tanto tiempo, y debido al ruido, cada vez venían más zombis.

Sin embargo, en ese instante, llegó a mi mente algo que me había enseñado Carlos cuando aún estaba vivo: cómo encender un auto sin la llave.

Rápidamente, abrí la guantera en búsqueda de algo que pudiera servirme para ese fin, y al revisar su contenido, encontré un destornillador de pala.

Como pude, lo utilicé para arrancar el conector de las llaves y extraje todos los cables. Acto seguido, los conecté entre sí, y tras una enorme sacudida, el motor encendió.

Sin pensarlo mucho, aceleré a fondo y me vi obligado a atropellar decenas de infectados en el camino; hasta que el parabrisas de la patrulla empezó a agrietarse, y es que aunque estuviera reforzado, no resistiría una oleada de cadáveres estrellándose contra él.

A pesar de aquello, logramos escapar del interior horda por muy poco, y en seguida, conduje hacia la calle principal. Mientras tanto, José encendía la radio y contactaba a nuestro grupo.

—Chicas, ¿nos copian?

—Alto y claro —escuchamos la voz de Vanessa.

—Bien, ya vamos de camino para allá. ¿Dónde se encuentran?

—En Estados Unidos —contestó, luciendo su inteligencia superior. Y sí, estoy siendo sarcástico.

—Esto... ¿me pasas a Victoria? —vi cómo mi compañero se golpeaba el rostro con la palma de la mano y negaba con la cabeza.

—Aquí estoy, chicos —saludó ella al otro lado de la línea—. Los estamos esperando.

—¿Dónde? —preguntó JDM, que no dejaba de observar los alrededores en búsqueda de algún indicio.

—En la vía hacia Las Vegas. Hace un calor tan espantoso que tenemos que andar sin camisa. Menos mal que no hay ningún hombre por aquí.

—¿Y qué con Itay?

—Ah, es que él no cuenta, me preocuparía más por Keeper —al escuchar esto, José y yo nos reímos a carcajadas.

Continuamos avanzando por la autopista sin ningún inconveniente, pero cuando faltaba menos de medio kilómetro para llegar al punto de encuentro, se acabó el combustible, y no tuvimos de otra que seguir a pie.

Finalmente, luego de caminar unos quince minutos con nuestras armas a cuestas, llegamos hasta las chicas que, al vernos, volvieron a colocarse las camisetas y vinieron corriendo para abrazarnos.

—Me alegra que ambos estén bien —dijo Itay, saliendo del interior de la camioneta.

—Yo también me alegro —lo apoyó Vanessa, que no dejaba de abrazarme.

Le devolví el abrazo a la rubia, y cerré los ojos por unos segundos. No obstante, en ese momento, comencé a escuchar el motor de lo que parecía ser un helicóptero. Aun así, esa idea estaba prácticamente descartada, puesto que llevábamos un tiempo sin ver uno de esos, y ya no quedaban muchos pilotos vivos.

—¿Es idea mía o ustedes también lo escuchan? —preguntó Victoria, soltando a José—. Creo que mi imaginación está empezando a gastar bromas.

—No... —repliqué, alzando la mirada y señalando el cielo—. Miren.

A lo lejos, podía divisarse una figura que, a medida que se iba acercando, supimos que se trataba de un helicóptero de carga. Este era blanco, de hélices negras, unos tres o cuatro metros de altura y bastante largo.

Sin embargo, lo más impresionante fue cuando aterrizó ante nuestra mirada y su compuerta se abrió. Inmediatamente, vimos cómo Robert y Ricardo se asomaban desde el interior, a la vez que Fran completaba el aterrizaje.

—¿Están todos bien? —inquirió Ricardo, escrutándonos con la mirada.

—Más que nunca —contesté, feliz de ver que seguían vivos.

Poco a poco, las hélices fueron desacelerando, y entonces los chicos saltaron a tierra firme, donde nos fundimos en un abrazo grupal.

—Parece que nos extrañaron —Fran salió del interior del interior del vehículo—. Como sea, ¿quién quiere un aventón?

 

04:58 pm 7 de Enero 2013 Frontera Nevada, Colorado


Tomamos todas nuestras provisiones del interior de la camioneta y las colocamos dentro del helicóptero; y aunque no eran muchas, no nos podíamos quejar.

Acto seguido, tuvimos que abandonar allí la camioneta, y por mutuo acuerdo, decidimos dejar las llaves conectadas; puesto que si alguien la necesitaba más adelante, solo tendría que subirse y podría utilizarla con libertad.

Entonces, subimos al vehículo, y esta vez fue Robert quien tomó el control. Por otro lado, no había suficientes audífonos protectores, así que tuvimos que conformarnos con cubrir nuestros oídos cuando las hélices comenzaron a girar.

Poco a poco, nos fuimos elevando hasta que, según el panel de control, llegamos a unos doscientos metros de altura; y a partir de ahí, Robert siguió conduciendo con rumbo a Las Vegas.




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