El tiempo pasó volando. Miro el reloj y no puedo creer que haya pasado cinco horas con Oliver. Tampoco puedo creer que haya ignorado varias llamadas de mi padre y que ahora exista un riesgo real de que me dé por desaparecida.
—Oliver, tengo que volver a casa —digo mientras escribo un mensaje rápido a mi padre, prometiéndole que llegaré pronto.
—¿Eso fue una indirecta de que te aburres o realmente necesitas irte? —su voz suena relajada, pero sus ojos siguen con atención mi reacción.
—Es una súplica de auxilio —me río.
Oliver resopla y apila los platos sucios. Aún no me creo que se haya comido todo eso. Para mí, esa cantidad de comida habría durado una semana entera.
—Está bien —se limpia los dedos con una servilleta—. Si hay que irse, nos vamos.
Salimos a la calle. La ciudad ya empieza a envolverse en la penumbra. Aquí anochece muy rápido. Apenas te das cuenta de que ha pasado el día y las farolas ya están encendidas. Oliver me abre la puerta del coche y, cuando me acomodo en el asiento, saca una manta áspera del asiento trasero y la deja sobre mis piernas.
—Te llevaré con todas las comodidades —me guiña un ojo.
—Qué amable de tu parte.
El trayecto transcurre en un silencio extraño pero cómodo. De reojo, observo a Oliver. En breves instantes, su rostro se ilumina con los destellos de las farolas, resaltando su perfil definido. Su mandíbula está un poco tensa, y sus cejas a veces se fruncen levemente, como si siguiera librando alguna batalla interna. Trato de no mirarlo demasiado para no delatar mi interés, pero apartar la vista resulta casi imposible.
El coche se detiene a unas casas de distancia de la mía. Oliver se reclina en el asiento y gira la cabeza hacia mí.
—Llegamos.
—¿Por qué aquí? —pregunto, sin ocultar mi sorpresa.
—Aquí es más fácil dar la vuelta.
—Ah… Ya pensaba que simplemente temes encontrarte con mi padre.
Exhala con fuerza. He dado en el blanco.
—Vale, eso también —admite con una sonrisa apenas visible—. ¿Para qué exponerse innecesariamente? Creí que lo apreciarías.
—¿Quieres decir que es una actitud cobarde? —levanto una ceja con escepticismo.
—Llámalo como quieras —me mira con diversión en los ojos.
—Vamos, ¿de verdad crees que mi padre vigila el tráfico en un radio de un kilómetro desde la casa?
—Créeme, es mejor así —retira las manos del volante—. Y, por supuesto, no porque le tenga miedo. Es solo que…
—¡Sí que le tienes miedo! Siento cómo se te acelera el pulso solo con mencionarlo.
—Créeme, mi pulso acelerado no tiene nada que ver con él —responde con un matiz en la voz. Menos mal que el coche está oscuro y no puede ver cómo se me calientan las orejas.
—¿Entonces qué es? ¿Una sobredosis de analgésicos? —me río.
Oliver sacude la cabeza, y cuando abre la boca para contestar, mi móvil vuelve a sonar en el bolsillo.
—Será mejor que te des prisa —suspira—. ¿Sabes cómo llegar?
—Sí.
Me desabrocho el cinturón de seguridad y abro la puerta.
—¡Alicia! —Oliver me sujeta por el borde de la chaqueta—. ¿No estás molesta?
—¿Por qué?
—Por… ya sabes, no acompañarte hasta la puerta —su confianza fingida se ha desmoronado por completo y ahora parece un adolescente nervioso.
—¡Oh, claro que no! —le regalo mi sonrisa más encantadora—. De lo contrario, sería demasiado íntimo y seguro terminaría en un beso.
El torbellino de emociones que atraviesa su rostro es un espectáculo que podría contemplar eternamente.
—Tal vez debería… —balbucea.
—¡Nos vemos en el entrenamiento! —grito antes de echar a correr calle abajo.
Siento su mirada siguiéndome hasta que alcanzo la luz de una farola. Solo entonces su coche arranca y desaparece tras la esquina.