Apenas cruzo el umbral, noto a mi padre. Está en el pasillo, apoyado contra la pared, mirando el reloj de forma teatral. Qué escena tan inusual. Antes, el papel de comandante lo desempeñaba mi madre. Dominaba a la perfección esa mirada de "niña, estás en serios problemas”.
—¿Y por qué tardaste tanto? —empieza desde la puerta, cruzando los brazos con semblante severo—. ¿Acaso Hunter te llevó de compras a Estados Unidos? ¿O se pusieron de acuerdo para poner a prueba mi paciencia?
—Nada de eso. Solo estaba buscando una tienda con precios razonables —me excuso mientras dejo las bolsas sobre la mesa del salón—. Papá, no soy una niña como para que te preocupes tanto.
—Los adultos también pueden desaparecer sin dejar rastro. Especialmente cuando se trata de una chica guapa en un país extranjero —su tono se suaviza un poco.
—Lo sé… Lo siento. Pero estoy bien, ¿ves? Solo estuve ocupada y no miré el teléfono —respondo con un tono conciliador, intentando ocultar mi leve incomodidad. Pensé que sus reclamos me irritarían, pero en realidad, hasta me resulta bonito que se preocupe tanto.
Él me observa con atención y, tras un largo suspiro, asiente.
—Está bien. Lo importante es que ya estás aquí. Te estaba esperando para darte una sorpresa —se da una palmada en los muslos, como si con ese gesto espantara sus preocupaciones. Su rostro se ilumina con una sonrisa.
—¿Sorpresa? ¿Para mí? —pregunto con cautela.
—Estuve pensando en cómo recuperar el tiempo perdido de mi ausencia en tu infancia… Y entonces tuve una idea genial —dice, abriendo un armario y sacando…
¿Patines? Los miro como si fueran un artefacto explosivo.
Mi padre los saca de la caja. Las cuchillas brillan bajo la luz fría y, en el cuero negro, se distingue un logotipo grabado en relieve. Pero lo más sorprendente es que no es un simple emblema de marca, sino una inscripción con mi nombre, con letras finamente labradas que reflejan destellos plateados.
—¿Esto es una versión premium para la élite? —los tomo con cuidado. Hay que admitirlo: son tan bonitos que bien podrían estar en un estante como pieza de colección.
—No quería comprarte unos baratos —responde con indiferencia, aunque su expresión satisfecha lo delata—. Es el mejor modelo del mercado, diseñado especialmente para principiantes. Tienen un excelente soporte para los tobillos y las cuchillas están afiladas de tal manera que ni siquiera pensarás en caerte.
—¿Seguro que no voy a caerme? —murmuro—. Apenas subí las escaleras y casi me rompo la nariz al resbalar…
—Seguro —me sonríe—. Me haría muy feliz enseñarte a patinar.
—Pero… ¿para qué? ¿No podríamos compensar el tiempo perdido de otra manera? No sé… jugando a la consola, yendo de pesca o…
—¿Cómo que para qué? ¡Todo canadiense debe saber patinar! Es algo básico, como respirar, como el café en la mañana, como…
—… como una radiografía en traumatología. Papá —doy un paso atrás y le sonrío con una cortesía fingida—, nunca he patinado… y, para ser sincera, ha sido una decisión completamente consciente.
—¡No puede ser! Te va a encantar —alza los patines sobre su cabeza, como si fuera un trofeo.
—Bien… —cedo con un suspiro—. Pero no tendremos que hacerlo hoy, ¿verdad? Es decir… aún debo hablar con mamá, dormir bien, redactar mi testamento…
—Haz lo que necesites. Pero por la mañana, prepárate —advierte con satisfacción.
—Gracias…
Me retiro a mi habitación con una sola pregunta en mente: ¿cómo voy a sobrevivir a esto?
Intento olvidarme del tema y me pongo a ordenar mis compras. Al sacar el suéter con el reno, una sonrisa aparece en mi rostro sin que pueda evitarlo. Definitivamente me lo pondré mañana en la pista. Será mi forma de darle una pista a papá sobre mi "gracia" en el hielo.
Mientras tanto, llamo a mi madre. No hemos hablado en dos días, lo cual es completamente normal para mí, pero para ella es casi un desastre. Sé que está preocupada por el hecho de que mi padre y yo aún no nos hayamos peleado. Seguro que está esperando mi llamada con la esperanza de escuchar mis quejas sobre él.
—¿Cómo estás, hija? —su voz suena al otro lado de la línea. De fondo se escuchan noticias en ucraniano, y una punzada de nostalgia me recorre el pecho. —¿Algo nuevo?
Le resumo los últimos acontecimientos: la cena con Margaret y su hijo, el frío, mi nuevo trabajo en la oficina… Lo último, de repente, la enfurece.
—¡¿Qué?! ¡Qué descaro! ¡Tu padre te hizo su secretaria en vez de pasar tiempo contigo!
—Pero yo misma se lo pedí. Me aburro en casa.
—¡Pues vuelve a Jersón!
—No puedo… Siento que debo quedarme aquí un poco más.
Mi madre suspira con frustración.
—¿Por qué tengo la impresión de que me ocultas algo?
—No sé. No te escondo nada.
—¿Segura?
—Bueno… salvo que… —empiezo a sonreír—. Aquí conocí a un chico.
—Si es un jugador de hockey, tomaré el primer vuelo a Canadá para sacarte de ahí —su tono es tan resuelto que me da un poco de miedo.
—Estás proyectando en mí tu experiencia con malas relaciones —le digo, citando a Solia.
—Solo intento advertirte.
—No hace falta. Además… no es nada serio con Oliver. Ni siquiera hemos tenido una cita. Y papá lo mataría si se atreviera a invitarme a salir.
—Por una vez, Oleg está actuando con sensatez —resopla.
—Mamá… Si sigues reaccionando así, no te contaré nada más.
Silencio. Sé que está sopesando su respuesta. No poder gritarme ni quejarse de su difícil destino —que, según ella, podría repetir— la obliga a jugar con otras reglas.
—¿Y quién es ese tal Oliver? —pregunta con la voz tensa.
—Oliver MacKay—.la corrijo.
Y entonces, sin querer, le cuento todo: cómo nos conocimos, nuestras coincidencias y el día de hoy. No tenía intención de hacerlo, pero una cosa llevó a la otra, y terminé soltándolo todo.
—No solo es un jugador de hockey, sino también un mentiroso enganchado a los analgésicos. Casi un adicto. Excelente elección, hija.