Paseando por las calles llenas de gente, salimos a la plaza principal. Y justo ahí veo algo que enciende una idea brillante en mi cabeza.
— Mira —le digo, señalando hacia adelante.
En medio de la plaza, rodeada de hileras de abetos, se encuentra una pista municipal de patinaje. El círculo de hormigón cubierto por una capa de hielo reluciente está iluminado por guirnaldas de colores. Está a reventar: parejas que se deslizan agarradas de la mano, niños tambaleándose con ayuda de andadores con forma de pingüino, y otros que se mueven a tientas agarrados del borde. Un lugar perfecto para mostrar mis fortalezas.
— ¿Y qué? —pregunta Alicia, aunque su tono deja entrever una pizca de curiosidad.
— Una pista de hielo. Es una señal.
— ¿Una señal de que hay que salir corriendo de aquí?
— ¡Para nada! Es tu oportunidad para aprender a patinar de una vez por todas.
— Mi papá ya intentó enseñarme...
— Ahora me toca a mí.
Alicia no dice nada, pero sus ojos saltan de una persona a otra sobre el hielo, claramente nerviosa.
— Ay, no. No tenía planes de romperme las rodillas hoy.
— Espera, no digas que no tan rápido. Koval, sin duda, es un profesional, pero quizá su enfoque era demasiado... técnico. Necesitas a alguien que te muestre que patinar puede ser divertido y seguro.
Ella cruza los brazos.
— ¿Y piensas hacerlo aquí? ¿Delante de todos?
Me río.
— ¿Por qué te avergüenzas de esta gente? ¡Si ni los conoces!
— Pero se van a reír de mí...
— No dejaré que nadie se ría de ti.
— ¡Tú mismo te reíste! —me empuja con el puño. — ¿Ya se te olvidó?
— No me reí... sonreí. Hay una diferencia.
— Te reíste como un caballo.
— Hoy no lo haré. Te lo prometo.
Se queda mirando al frente un buen rato, dudando. Pensándolo bien.
— Está bien —murmura entre dientes—. Vamos a intentarlo.
Me pongo tan feliz como un niño. Me lo tomo como un reto personal: demostrarle que puedo lograr lo que ni su padre consiguió.
Alquilamos los patines. Alicia se los pone y aprieta los cordones como si le fuera la vida en ello. Ni los que se lanzan en paracaídas revisan el equipo con tanto cuidado como ella. Prometí no reírme, pero en la práctica eso es más difícil de lo que imaginaba.
— ¿Por qué estoy haciendo esto...? —gruñe, de pie junto al borde, con una expresión tan seria que parece que se enfrenta a una arena de gladiadores. Tiene las piernas completamente juntas y los dedos aferrados a la barandilla con tanta fuerza que me da pena el pobre plástico.
— ¡Vamos! No da tanto miedo como parece —la animo mientras me deslizo con la facilidad de un pez en el agua.
Ella me lanza una mirada escéptica.
— Claro… fácil decirlo cuando tu cuerpo viene con patines incorporados.
Vuelvo hacia ella, me acerco al borde y le tiendo la mano.
— Yo te ayudo.
Alicia duda, pero al final apoya su mano en la mía, dando un paso diminuto hacia adelante.
— Creo que ya me estoy arrepintiendo de esta decisión —susurra en cuanto la cuchilla toca el hielo—. ¡Mis piernas se están doblando solas!
— Es el miedo el que te controla —le respondo, atrayéndola un poco hacia mí.
Ella suelta la otra mano de la barandilla e intenta mantener el equilibrio. Su mirada va del hielo a mi cara como si no supiera cuál de los dos es más peligroso.
— Bien, vamos paso a paso, ¿vale? —le digo, sonriéndole con ánimo.
— Paso a paso, dice él… ¿Cómo se supone que camine con cuchillas bajo los pies? ¡Es un sinsentido! —murmura mientras avanza con extrema cautela.
Es gracioso verla intentando controlar cada movimiento, mientras un niño pequeño se desliza a su lado como si el hielo fuera su segundo hogar. Pasa tan cerca que Alicia, asustada, vuelve a aferrarse a mí.
— Todavía no entiendo por qué acepté esto —suspira, aunque sus labios dibujan una sonrisa forzada.
Levanto una ceja.
— Porque confías en mí.
Ella alza la mirada y se queda callada. Pero hay una chispa en sus ojos.
— Bueno. Ahora voy a soltarte… —le aviso, aunque en realidad no quiero apartar las manos de su cintura.
¿De su cintura? ¡Ups! ¿Cómo llegaron ahí?
— ¡Ni loca! —grita, pegándose más a mí—. Solo... ¡empuja, ¿vale?! Damos una vuelta y nos largamos.
— Trato hecho.
— Pero no me sueltes.
A pesar del miedo, con cada segundo Alicia se desliza con más confianza. La sostengo con firmeza, inclinándome un poco hacia atrás para evitar que caiga. Su peso recae en mí, y no puedo evitar sonreír por dentro al sentirme su apoyo. El que está ahí, firme, alguien en quien confiar.
— ¿Sabes qué? —dice de pronto—. Creo que empiezo a disfrutar esto.
— No lo sabías, pero soy especialista en placer —sonrío mientras corrijo levemente su postura.
Ella se gira bruscamente.
— Qué seguro de ti mismo… —resopla.
Sus ojos se encuentran con los míos. Por una fracción de segundo, todo se detiene. Las luces parecen más cálidas, los copos de nieve caen con más suavidad, y el frío ya no parece tan punzante.
— Agárrate de mí —digo. Pero ya no hablo del patinaje.
El tiempo se congela. Sus dedos se quedan sobre mi hombro, y yo los siento a través de la tela. Su respiración se mezcla con la mía, tibia y temblorosa. Me mira como preguntando si esto está bien. Y mentalmente, le respondo: sí. No solo está bien. Es inevitable.
Me inclino. Noto cómo Alicia contiene el aliento. Sus labios se entreabren, como si fuera a decir algo, pero se lo piensa mejor. Dudo un segundo, temiendo arruinarlo todo... pero cuando nuestros labios se encuentran, el mundo desaparece. Al principio está tensa, como si no se lo creyera, pero después me devuelve el beso con una energía que me deja sin aliento. Sus manos suben de mi hombro a mi cuello, y sus dedos se enredan por accidente en mi bufanda.
Siento cómo sus labios sonríen contra los míos, y eso desactiva por completo mi autocontrol. Sin darme cuenta, profundizo el beso… Por un segundo, Alicia aprieta más fuerte mi bufanda, como si temiera que alguien interrumpiera ese instante. Mi cerebro se apaga. Ya trabajó demasiado hoy. Ahora le toca al instinto.