El día empieza con la odiosa melodía del despertador. Me doy la vuelta intentando apagar el sonido, y noto que he dormido un poco más de lo que debía. Suspiro hondo. Hoy no tengo absolutamente ninguna inspiración para vivir esta jornada.
Me quedo quieta unos segundos, intentando reunir mis pensamientos. Pero no hay tiempo que perder. Tal vez no sea la mejor hija del mundo, pero no planeo ser una mala asistente. Siempre he tomado mis responsabilidades muy en serio, y el hecho de que ahora mi jefe sea mi padre no cambia eso. Me obligo a levantarme, lavarme los dientes a toda prisa. Mi reflejo en el espejo no me anima en absoluto. ¿Dónde está aquella Alicia radiante de la cita de anoche? Seguro se cayó por la madriguera del conejo y mandó en su lugar a una versión triste y apagada.
Ya lista, bajo y me encuentro con papá. Está en la cocina, hojeando las noticias en el teléfono mientras desayuna. Del otro lado de la mesa, otro plato con un sándwich —frío, pero aún así, un gesto de atención por su parte.
—¿Esto es para mí? —pregunto, sentándome enfrente.
—Sí. Desayuna, que vamos tarde.
Viendo que no me dará tiempo de preparar café, me tomo el desayuno con jugo de caja. El silencio en la cocina es insoportable. Papá no levanta la vista del teléfono, evitando mi mirada. Sé que solo espera a que termine para llevarme al trabajo.
—Ya está —llevo el vaso a la pileta—. Gracias por el desayuno.
Nos subimos al coche. Yo, a propósito, me siento en el asiento de atrás, con la esperanza de evitar incomodidades. Mientras él limpia el parabrisas y guarda el equipo en el maletero, yo también me agarro del teléfono. Busco distraerme del silencio, pero unos cuantos deslizamientos rápidos no sirven de mucho: ni mensajes, ni novedades en redes. Salvo, claro, las fotos de los geranios floreciendo que me mandó mi madre. Pero hoy no estoy para elogiarle las plantas. No quiero darle ideas equivocadas.
Viajamos así, sin decir palabra. Como si hubiera contratado un taxi con la opción “conductor silencioso”. Por eso, el camino se siente eterno. Repaso en mi cabeza frases para romper el hielo. Solo se me ocurren banalidades: el estado de la carretera, la nieve, un ruido extraño del radiador... Pero cuando ya había perdido toda esperanza de iniciar una conversación digna, papá de pronto toma la iniciativa:
—En realidad no quiero que regreses a Ucrania —dice, aclarándose la voz.
Frena en seco en el semáforo y cruza una mirada conmigo por el espejo retrovisor. Su rostro sigue siendo serio como siempre, pero en sus ojos aparece un instante de vulnerabilidad.
—¿Y no habías reservado billete a Borýspil?
—No.
—Bueno, mejor así. En realidad no pensaba irme. Solo quería herirte. Volver a casa es lo único que sé que realmente te asusta.
Papá sonríe apenas.
—Bueno… funcionó. Lo estuve pensando toda la noche. Entiendo que tarde o temprano pasará, pero no estoy listo para despedirme de ti tan pronto.
Parece que justo ahora se ha derretido ese glaciar que amenazaba con inundar todo el coche.
—Pero igual voy a seguir viendo a Oliver —digo, para dejar las cosas claras—. Si tienes algo en contra de él, mejor dilo ya.
—MacKay… en realidad es una buena elección. El más prometedor de mis chicos. Tiene un índice de eficiencia muy alto. Tiene todo para llegar a la NHL.
—¿Índice de eficiencia?
—Es una medida que indica qué tan bien cumple su rol un portero: cuántos tiros bloquea, cuántos goles evita —responde al instante—. Es el parámetro principal con el que los entrenadores y fans valoran a un arquero.
—Entiendo… Pues espero que también tenga un buen índice de eficiencia en una relación.
—Una cita no es una relación —se apura a puntualizar papá. Y no puedo ignorar la esperanza que se cuela en su voz—. Puede que se den cuenta pronto de que viven en mundos distintos y se separen.
—Puede —admito—. Pero para saberlo, necesitamos conocernos mejor. Déjanos espacio y deja de presionar a Oliver. Tu jugador más prometedor no va a escalar profesionalmente si empieza a faltar a los partidos por miedo a que lo apalees con un palo de hockey.
Papá pone los ojos en blanco.
—No hablaba literalmente.
—Aun así. Separemos lo laboral de lo personal. En la pista, él es solo otro jugador. Que salgamos no significa que jugará peor. Quizás hasta mejor… Así que, por favor, no lo atosigues.
—Lo intentaré —suspira—. Pero yo también quiero pedirte algo.
—Te escucho.
—La semana que viene es el draft de la NHL. Que MacKay se enfoque en eso.
—¿O sea que no lo distraiga?
—Exacto.
—Trato hecho —le extiendo la mano entre los asientos y él me la aprieta.
¿Será esta una tregua? Parece demasiado fácil…