En el despacho huele a papel recién impreso… y a café mohoso. Después de casi una hora de lucha, logré rescatar la cafetera y dejarla medianamente presentable. Me pregunto qué más me espera en este lugar. ¿Quién sabe? Tal vez en una de estas cajas me tope con restos de un mamut. En este caos, todo es posible.
Estiro el cuello y echo un vistazo al frente de batalla. Sobre la mesa se apilan montañas de documentos: reportes de entrenamientos, recibos, calendarios, balances financieros y copias de los expedientes de los jugadores. En un montón aparte —un fajo de contratos viejos y amarillentos. Parece que papá entraba aquí, tiraba los papeles donde caían, y se volvía a la pista.
Es un tipo curioso. ¿Cómo puede ser tan perfeccionista durante los entrenamientos —obligando a los jugadores a repetir mil veces el mismo disparo porque “las partículas de hielo no cayeron en la dirección correcta”— y al mismo tiempo ignorar el mínimo orden administrativo?
Con mi playlist en los auriculares, empiezo a clasificar los papeles, metiéndolos en carpetas y separando lo que ya no sirve. Quiero dejar todo lo más funcional posible: tablas en el ordenador, fichas en los estantes. ¡Eso es lo moderno! No este zoológico de papeles. Aunque a papá le encante el desorden, mientras yo esté aquí, habrá un mínimo de orden.
Levanto la vista y casi me caigo de la silla del susto. Justo delante de mí hay un niño. Por su uniforme, debe de ser uno de los jugadores del equipo infantil. Sostiene un ramo enorme de flores atado con una cinta roja. Sus ojos brillan con pura emoción.
Me quito los auriculares.
—¿Y tú de dónde saliste? —pregunto, olvidando hablar en inglés.
El niño se rasca la cabeza.
—¿Eres Alicia? —pregunta.
—Sí.
—Entonces, esto es para ti —anuncia con tanta solemnidad que parece haber cultivado las flores él mismo.
—¿Para mí? —repito, saliendo de detrás del escritorio, algo desconcertada.
Él asiente con gravedad y, para darle aún más peso al momento, añade con voz firme:
—De parte de MacKay.
Siento una cosa extraña… como si un gatito se hubiera instalado en mi pecho y empezara a ronronear.
—¿Y por qué no vino él en persona? —pregunto, sonriendo con una comisura de los labios. La verdad, tengo ganas de abrazar ese ramo y bailar con él.
—¿Yo qué sé? —el crío, algo impaciente, deja las flores sobre la mesa—. Me dio un billete de veinte y me pidió que te las trajera.
Ay, ese MacKay… ¿Le dio miedo entrar al despacho del entrenador? Quizá hizo bien. Papá aún no ha bajado la guardia. Mejor no provocarlo más de la cuenta.
—Dile a Oliver que muchas gracias, —le digo.
El niño asiente con seriedad, como si le hubiera encomendado una misión secreta.
—Entendido —dice, y sale volando de la sala.
Paso los dedos por los pétalos de las rosas blancas. Las primeras flores de un chico que te gusta siempre son especiales. Llevan un mensaje que aún no se atreve a decir en voz alta.
Tengo que pensar dónde poner este ramo para que no se marchite. Por supuesto, aquí no hay ningún florero… Mi mirada se posa en la estantería llena de trofeos, y en ese instante ya sé lo que voy a hacer. Espero que no se considere vandalismo.
Elijo el más grande —uno antiguo, con una placa medio desgastada que dice “Torneo Clásico de Invierno, 2013”. Un artefacto que papá trajo desde Ucrania. Por fin va a tener un uso práctico. Lavo el trofeo en el lavabo, lo lleno de agua y coloco el ramo con orgullo. Queda raro, sí, pero también original. ¿Quién dijo que los trofeos están para juntar polvo?
—Estética y utilidad en armonía, —murmuro para mí misma mientras le saco una foto y se la mando a Solomia. Me contesta al instante con tres corazones y un mensaje: “Está loquísimo por ti”.
Una sonrisa boba me invade la cara. Ojalá tuviera razón. Como sé que no voy a poder concentrarme en el papeleo con esta mezcla de emociones, decido salir un momento de mi cueva y echar un vistazo a Oliver. Solo para comprobar que sigue vivo… e intacto.
Camino en silencio por las gradas y me detengo junto al borde del hielo. Observo el entrenamiento, y me doy cuenta de que ya no me parece aburrido ni sin sentido. Me he adaptado tanto, que hasta tengo ganas de ir a un partido y probar suerte como hincha de los Halcones. Creo que papá me ofreció una chaqueta oficial… ¡Ahora la quiero!
Oliver se destaca por su seguridad y concentración. Se mueve con tanta agilidad y precisión, que me dan ganas de aplaudir cada vez que para un disparo. Ni siquiera imagino cómo logra ignorar el dolor en el hombro… Me doy cuenta de que la mirada de papá también está centrada en él, como si los demás jugadores no existieran. Contengo el aliento, esperando una crítica mordaz… pero no. Solo asiente en silencio y anota algo en su libreta.
—Tal vez sí es una tregua… —susurro, observando cómo Oliver, después de bloquear un tiro complicado, pasa el puck a un compañero.
Nuestros ojos se encuentran. En ese momento, sus labios se curvan en una sonrisa traviesa que me deja sin aliento por un segundo. Uff… ¿desde cuándo el hielo puede parecer tan caliente?