Oliver
El vestuario siempre está lleno de ruido: bromas, chismes a gritos, alguien jugando con la música de un altavoz portátil que inunda el espacio con graves. Normalmente me encanta ese caos; es mi ambiente natural. Pero hoy cada sonido me retumba en los oídos como si alguien estuviera arañando vidrio con un cuchillo.
Lanzo el casco al suelo y empiezo a quitarme los protectores. El dolor en el hombro me quema tanto que cada movimiento es como una descarga eléctrica. Quisiera dejarlo todo, quitarme el equipo, tirarme en el suelo helado y no moverme más. Pero aquí no puedo darme ese lujo. Hay otros chicos alrededor. Ni un atisbo de debilidad. Ni la más mínima señal de rendición.
—¿Te vienes al club, MacKay? —pregunta Gardner, uno de los delanteros, dándome una palmada en la espalda.
—No.
—Obvio, tiene planes más importantes —suelta Cooper con una sonrisita—. Me refiero a la hija del entrenador…
Oír su nombre en boca de otro, y encima en ese tono, me enciende por dentro. Le arrebato la toalla de las manos y la lanzo al banco con un golpe seco.
—Cállate, Cooper. Eso no es asunto tuyo.
El ambiente cambia al instante. La diversión muere de golpe y todos giran a mirarme.
—¿Qué te pasa? ¿Te pegó un puck en la cabeza o qué? —resopla Gardner, frunciendo los labios.
—Todavía no. Pero si no cierras la boca, puede que tú sí recibas uno, —gruño sin mirarlo siquiera.
La tensión sube. Gardner se pone de pie de golpe y se acerca con los puños apretados.
—¿Estás buscando pelea o qué? Porque yo...
—Ey, ¿en serio van a pelear por una estupidez? —la voz de Hunter corta el aire como un látigo. Se planta entre nosotros con los brazos en jarras, haciendo su papel de mediador maldito—. Relájense, chicos. El coach hoy estaba contento, el manager ya reservó los vuelos a Vancouver. ¡Tuvimos un buen día! ¿Por qué arruinarlo?
—Díselo a MacKay —resopla Gardner, volviendo a su sitio—. Se le subió la fama a la cabeza.
—Ya me encargo yo —responde Hunter, lanzándome una mirada que me hace desear evaporarme. —Vayan, diviértanse antes de que el club cierre. Yo los alcanzo.
Gardner murmura algo por lo bajo y se va. Los demás siguen con lo suyo, pero la tensión no desaparece del todo. Me quedo sentado como estatua, apretando los dientes hasta que la mandíbula me duele más que el hombro.
Hunter se sienta a mi lado, se seca la cara con una toalla.
—¿Qué te pasa, nerviosito? ¿Vas a contarme qué fue eso? —me dice en voz baja, para que nadie más lo oiga.
—Nada —respondo mientras me inclino para quitarme las protecciones—. Estoy cansado, eso es todo.
—No lo parece. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Hace días que no vas con el fisio. No deberías saltarte las sesiones… sobre todo antes del viaje.
—Puedo manejarlo —mi voz sale más dura de lo que quería—. Déjalo, ¿sí?
Hunter se queda callado un momento. En sus ojos veo una mezcla rara: comprensión y cabreo.
—Vale, hermano —dice por fin—. Haz lo que quieras. Pero trata de no explotar delante de los demás… ¿Seguro que no te vienes con nosotros?
—No. Prefiero ir a casa.
—Como quieras.
Cuando los demás se dispersan, me obligo a ducharme y cambiarme. Levantar la bolsa con el equipo me cuesta como si fuera de plomo. Salgo al exterior. La noche en Frostgate es oscura y tranquila. Solo la luz de las farolas corta la negrura. El viento helado me azota la cara, se cuela bajo la chaqueta y me atraviesa la piel como agujas. Pero no me abrocho. Quiero que el frío me invada, me distraiga del dolor que me está desgarrando por dentro.
Mis pasos se hacen lentos sin que lo note. Los pensamientos me caen encima como avalancha. El problema no es solo el hombro. Es el orgullo, la falta de confianza, esa sensación de que todo se me escapa. Estoy a un paso de alcanzar el sueño, pero ahora todo parece tan frágil… como cristal a punto de romperse. ¿Y si la cago? ¿Y si todo se derrumba? No tengo un plan B...
Me detengo junto al coche, respiro hondo. El corazón me late con fuerza. Si le contara esto a Hunter, él solo me diría: “Tranquilo, todo saldrá bien”, y me darían ganas de golpearlo con algo. Él no entiende. Nadie entiende.
Nadie… excepto Alicia.
Su imagen aparece en mi mente: esa sonrisa suya que derrite cualquier hielo. Su voz, que calma más que cualquier charla motivacional. Alicia es la única persona que realmente necesito ahora.
Abro la puerta del coche y me siento al volante. Enciendo el motor. El ruido me suena como una promesa: te voy a llevar donde más lo necesitas. Espero unos segundos. Luego piso el acelerador, y el coche arranca suavemente.