Coeficiente de fiabilidad

20.1

Freno frente a la casa, apago el motor y me quedo ahí sentado unos segundos, mirando las ventanas. En la sala hay luz, suave, tenue. Eso significa que Alicia está en casa.

Me paso la mano por la cara, intentando quitarme de encima lo que queda de tensión antes de salir. Mis ojos, sin pensarlo, recorren el patio… Oh, el coche de Koval no está.

Suelto el aire con alivio. Por fin algo sale bien.

No es que le tenga miedo… Bueno, vale, puede que un poco. Pero después del entrenamiento de hoy, donde milagrosamente sobreviví sin fracturas nuevas, no me apetece tentar al destino.

Tiro de la manija de la puerta y salgo. Camino deprisa, como si eso pudiera hacerme parecer más seguro de mí mismo. Escupo el chicle, me acomodo el pelo, huelo discretamente bajo los brazos por si me huelo mal… parece que no. Solo entonces toco el timbre.

Tarda en abrir. Alicia, por lo visto, está poniendo a prueba mi determinación, y yo ya estoy a punto de dar media vuelta. Empiezo a contar mentalmente. Uno, dos… Y justo entonces, aparece frente a mí.

Lleva un jersey ancho de casa, el pelo recogido en una coleta alta, y en su cara brilla una alegría tan pura y honesta que me deja sin aliento.

He venido con el pecho apretado, cargado de dudas, el cansancio pegado a la piel, listo para soltarle todas mis miserias… Pero sus ojos brillan cálidos como una chimenea, y de pronto ya no me atrevo a estropearle la noche con mis dramas.

En lugar de hablar de todo eso que me carcome por dentro, le sonrío y aguanto la mirada, solo observando esas chispas encantadas bailando en su mirada.

—¿MacKay? —me sonríe—. No habíamos quedado, ¿no?

Me río en voz baja y me saco una excusa medio creíble de la manga:

—En realidad… —me encojo de hombros, como si fuera cualquier cosa—. En tres días me voy a Vancouver...

—Sí, lo sé.

—… y estaré fuera varias semanas.

Su sonrisa se suaviza.

—¿Y tenías miedo de echarme de menos?

—Obvio —digo, apoyándome en el marco de la puerta—. Así que quiero pasar un poco más de tiempo contigo.

Ella asiente y se hace a un lado, dejándome pasar.

—Eso fue tierno. Entra.

—La verdad, no venía a entrar —le digo con una sonrisa ladeada—. Traigo otra propuesta.

—Te escucho.

—Vamos a la cafetería. A esa donde nos conocimos —le propongo, intentando parecer más romántico de lo que soy—. ¿No sería simbólico?

Alicia se ríe.

—Eso fue inesperado… No estoy lista.

—Solo propongo una bebida caliente. No hace falta prepararse para eso.

—Pero… —se muerde el labio, dudando—. Mi padre duerme esta noche en casa de Margaret. Y yo justo iba a cenar… Podrías acompañarme.

Mi estómago responde antes que yo, recordándome que saltarme la cena no es buena idea. Pero no es eso lo importante. Lo importante es que la necesito cerca. Mucho más de lo que estoy dispuesto a admitir en voz alta.

—¿Cena? Suena tentador —sonrío, fingiendo que no me doy cuenta del detalle de que, básicamente, me acaba de invitar a quedarme.

—Entonces deja de hacer sombra en la puerta y entra ya.

Apenas cruzo el umbral, todos mis sensores internos de alerta se disparan al máximo. Mi cuerpo me grita: ¿Qué haces, idiota? ¡Estás en territorio del entrenador! Me siento como si hubiera entrado a una base enemiga y fuera a sonar la alarma en cualquier momento.

Dejo mis botas junto a la puerta con sumo cuidado, como si hubiera una trampa oculta. Alicia va delante, guiándome hacia la cocina, y yo aprovecho para curiosear el entorno. Mis ojos se detienen en una estantería llena de libros: Táctica y estrategia del hockey, Cómo forjar campeones, hasta uno llamado Resiliencia mental: la clave del éxito. Solo a Koval podría gustarle ese tipo de lectura. Una persona normal se duerme en la página tres.

Junto a los libros hay una figura de madera de un jugador de hockey. Tiene una mirada fija y fría que me recuerda demasiado a Koval. Juraría que ese muñeco de repente susurra: MacKay, ¿acaso tienes ganas de morir?

Y justo cuando me hundo en mis pensamientos paranoicos, Alicia se detiene. Y antes de que entienda lo que pasa, sus labios tocan los míos.

¿¡Qué!? ¿¡CÓMO!?

Todo lo que pensaba desaparece. Pum. Memoria formateada. El corazón me salta al pecho y me quedo paralizado. Su beso es suave, breve, apenas un susurro… pero me deja sin aire.

—¿Has decidido darme el postre antes del plato principal? —murmuro cuando se aparta. Tardo un segundo en recordar cómo funcionan los pulmones.

Alicia sonríe de lado, con picardía.

—Parecías muy tenso. Quería ayudarte.

Me paso la lengua por los labios, todavía tibios por su beso, y sonrío.

—Si así alivias la tensión, creo que voy a empezar a estresarme más seguido…

Ella se ríe, pero sus ojos tienen ese brillo cálido que me hace sentir entero. Y sí… quizá quedarme aquí esta noche no es una mala idea, después de todo.




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