Coeficiente de fiabilidad

22.1

La puerta se abre y papá entra en casa. Se le ve agotado: la chaqueta desabrochada de cualquier manera, la mochila colgando apenas de un hombro, y en su rostro se dibuja el cansancio más que cualquier palabra. Evidentemente, tuvo un día duro. Se quita los zapatos y se deja caer en un sillón. En vez de saludarme o preguntar cómo pasé el día libre, me examina con la mirada, severo.

—¿Dónde está MacKay? —pregunta con voz ronca, dejando la mochila en el suelo.

Parpadeo, sin entender del todo qué quiere decir.

—¿Qué?

—Oliver —repite papá, mirándome fijo—. ¿Dónde está?

—¿Y yo qué sé? —me encojo de hombros, sorprendida.

Papá aprieta la mandíbula y se pasa una mano por la cara.

—No vino al entrenamiento. Es la primera vez que se ausenta sin avisar.

Mi corazón se detiene por un segundo. Bajo la mirada hacia el teléfono que no solté en todo el día.

—Pensé que estaba contigo —añade, con un tono un poco más suave.

Niego con la cabeza.

—¿Y si se enfermó? —intento buscar una explicación lógica.

—O simplemente la cagó —responde él, con más fastidio que enojo real—. Hacer esto justo antes del draft de la NHL es un suicidio profesional.

Pero yo ya no lo escucho. La inquietud en el pecho crece tanto que no puedo seguir sentada.

—Voy a ir a su casa —decido de pronto.

—¿Qué?

—Voy a ir a su casa —repito con más seguridad, mientras agarro mi abrigo—. No está lejos, sé cómo llegar.

—Te llevo —dice enseguida.

—No... Si Oliver tiene algún problema, no va a querer hablar contigo.

—¿Y eso por qué? —levanta las cejas—. ¡Soy su entrenador!

—Justamente por eso —me enrollo una bufanda al cuello y agarro el picaporte, lista para salir. Pero papá me detiene.

—Ya es de noche.

—¿Y qué? Son dos cuadras iluminadas. Estaré bien, no te preocupes.

Está claro que quiere discutir, pero al final se rinde.

—Está bien —suspira, derrotado—. Pero si pasa algo, me llamas enseguida.

—Lo prometo —respondo, saliendo.

El aire frío me golpea la cara. La noche ha caído con fuerza sobre la ciudad, las farolas proyectan largas sombras azuladas sobre la nieve. La calle brilla tras la reciente nevada y cada paso cruje bajo mis pies.

Acelero el paso, envolviéndome más en el abrigo. La ansiedad se enrosca en mi interior, pero trato de mantener la calma. Saco el móvil del bolsillo y marco a Hunter. Tarda en contestar, lo que solo aumenta mi nerviosismo.

—¡Hola, Alicia! —exclama finalmente con su típico tono alegre. Su voz suena animada, pero se oye ruido de fondo, como si estuviera en transporte público.

—Hola… Oye, Hunter, ¿viste a Oliver hoy?

—No, todavía no pasé por casa. Ayer salimos con los chicos, el tercer cóctel era gratis y… bueno, ya sabes, yo no desperdicio esas oportunidades. Terminé durmiendo en casa de un amigo. Ni sé cómo me arrastré al entrenamiento esta mañana. Por cierto, tu papá amenazó con echar a MacKay del equipo si se vuelve a perder uno —se ríe por el teléfono—. Me parece que le estás haciendo mal. ¿Dónde estuvieron hoy?

Agarro el móvil con más fuerza.

—No nos vimos desde anoche.

Silencio. Un segundo. Dos.

—¿Estás segura?

—Claro que sí. Le escribí todo el día y no respondió. Me estoy asustando… ¿y si tuvo un accidente o algo?

—Mierda… —lo escucho suspirar—. Yo pensé que me ignoraba porque estaba contigo.

—Ojalá fuera eso.

—¿Y si estás exagerando? A lo mejor solo se quedó dormido o se le murió el celular.

—Eso no sería propio de Oliver.

Hunter se queda callado.

—Tienes razón… En cualquier caso, ya casi llego a casa. Lo reviso todo.

—Yo también voy para allá.

—Perfecto, nos vemos allí.

Cuelgo y apresuro el paso. Mi aliento se dibuja en nubes blancas. A mi alrededor todo está en silencio, solo el viento agita las ramas de los árboles. Ese silencio me pone aún más nerviosa, alimentando la mala espina que me recorre de pies a cabeza.

Cada célula de mi cuerpo me dice que algo no está bien.

Solo espero que Oliver esté bien.




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