Alicia
Por fin estoy en casa. Aquí la cama es más suave y ya no tengo que dormir con ropa térmica ni calcetines gruesos — puedo volver a ponerme mi camiseta favorita. Aquí por las mañanas huele a tarta de mamá, no a patines sudados. El aire es tan dulce que podría comerse a cucharadas como postre... Aquí todo es tranquilo, silencioso, acogedor.
Solo que... la paz que tanto esperaba no ha llegado. La espero cada mañana, trato de esconderme en la rutina, en las conversaciones con mamá, en la búsqueda de trabajo o en las charlas con Solomia. Cada día me repito que ahora todo está en su lugar, que así es como debían ser las cosas. Pero por dentro algo se agita, me oprime el pecho, no me deja respirar con normalidad. Es como si hubiera perdido algo importante, como si una parte de mí se hubiera quedado allá, en la nevada Frostgate. Y ese pensamiento solo lo hace más difícil.
Estoy sentada en la mesa de la cocina, calentándome las manos con una taza de té con limón, intentando parecer al menos la mitad de despreocupada que Solomia. Ella está despatarrada en la silla de enfrente, con la pierna recogida y agitando la cucharilla como si fuera una batuta.
—Y entonces, imagínate: el tipo se me acerca y me suelta, “Nena, eres la estrella más brillante de este bar.” —Suspira teatralmente y deja la taza sobre la mesa—. Y yo le digo: “Ey, astrónomo, te equivocaste de galaxia.”
No puedo evitar sonreír, aunque me cuesta reír de verdad.
—No sabía que eras tan cruel. ¿Y si de verdad creyó que eras su destino?
Solomia resopla y da un sorbo pequeño.
—Qué va. Mi futuro marido no anda por bares. Está trabajando duro para que vivamos sin preocupaciones.
—Mientras tú sí vas a los bares…
—Ajá.
Quiero ofrecerle unas galletas, pero me quedo congelada porque en ese momento vibra mi teléfono. Ya es, probablemente, la décima vez del día. Oliver. Miro la pantalla como si fuera a salir un misil de ella.
Solomia agarra su cucharita y empieza a golpear mi taza con ritmo dramático.
—¡Uuuuy! ¡Ahí está! —canta, inclinándose hacia adelante—. ¿Y si por fin le contestas?
—No hay nada que decir —respondo mientras le quito el sonido al móvil.
—Claro. Ya hablaron, aclararon todo, pusieron punto final... —replica con sarcasmo.
Aprieto la taza con más fuerza.
—Se dio cuenta demasiado tarde. Yo ya no necesito hablar.
—Eres terca, Alicia, pero no tonta. Si de verdad ya no te importa, ¿por qué no se lo dices claramente?
Inspiro hondo.
—Porque si contesto... voy a romper a llorar.
Mamá entra en la cocina. Sigue radiante, como si no solo hubiera vuelto a casa, sino que además le hubiera traído un saco de oro y una entrada al concierto de su cantante favorito. Me abraza al pasar, como si no pudiera evitarlo, y luego empieza a reordenar tazas en los estantes, como siempre que quiere enterarse de lo que estamos hablando.
—¿Chicas, quieren más té? —pregunta mientras abre otra alacena.
—Yo preferiría algo más fuerte... —murmura Solomia, mirando el fondo de su taza.
Mamá la ignora. Me observa con atención, entrecerrando los ojos.
—¿Y tú qué haces con esa cara, Alicia? Llevas una semana en casa y andas como alma en pena.
—Estoy bien —fuerzo otra sonrisa—. Solo que...
—Es por ese canadiense —dice mamá, apretando los labios hasta que se vuelven una línea. —¡Te lo advertí!
¡Detesto cuando me restriega los errores en la cara!
—Escucha —susurra Solomia, mientras mamá, satisfecha con la confirmación, sale de la cocina—. Creo que Oliver ha tocado fondo. Está desesperado, por eso llama cada cinco minutos.
No respondo. No tengo fuerzas para hablar de esto. Solo miro la pantalla del teléfono, que vuelve a iluminarse con su nombre. Y mi dedo se queda suspendido sobre el botón de “rechazar”, hasta que finalmente apago el teléfono del todo.