Había escuchado el despertador, pero no podía abrir los ojos, cada vez que lo hacía, un fuerte dolor se disparaba por toda su cabeza.
Tenía frío, aunque estaba abrigada, se había levantado durante la madrugada a buscar una segunda frazada.
—Vas a llegar tarde. —avisó Ian del otro lado de la puerta, después de golpear.
— No voy a ir. — se las arregló para decir, tenía la nariz totalmente tapada.
Se volvió a acomodar en la cama con la intención dormir.
—¿Puedo pasar? —preguntó después de unos segundos, Guadalupe supuso que ya se había ido al colegio.
Nunca había ingresado a su habitación, ni ella a la de él. Era el límite implícito de su convivencia y el pedido la tomó por sorpresa.
Se sentó en la cama, y tiró todos los bollitos de papel higiénico, que había utilizado para limpiarse la nariz, en el tacho de basura, por suerte, el resto de la habitación estaba ordenada.
—Sí.
Ingresó con precaución, se dio cuenta de que para él también era extraño.
En el dormitorio apenas entraba su cama de hierro patinado en blanco de dos plazas, apuntando hacia la puerta, su escritorio del mismo color del lado derecho, y un armario empotrado, junto a la puerta.
Sus miradas se encontraron de inmediato.
—¿Qué pasa? —preguntó con preocupación.
—Creo que tengo fiebre, pero estoy bien. Si duermo unas horas se me pasa. Lleva mi táper, si querés.
Decidió seguir llevando su propia comida, de vez en cuando, porque se estaba enamorando del arte de mezclar sabores.
Ian se limitó a asentir y la dejó sola.
Se apresuró a limpiarse la nariz, antes de acostarse. Odiaba sentirse así, le lloraban los ojos, le goteaba la nariz, y apenas podía respirar por la boca.
Tomó el celular y le pidió a Mercedes que avise en el colegio.
Intentó dormir, dormitaba de vez en cuando, pero sentía que la cabeza se le iba a partir en dos, y el constante goteo nasal se lo impedía también.
El tono de su celular le generó una puntada en el cerebro espantosa, lo sujetó de inmediato con la intención de cortar, pero vio que era su madre, si no atendía iba a insistir.
—Hola ma.
—Hola cielo. Me llamaron del colegio para decirme que no fuiste a clases hoy.
Eran bastante rápidos para comunicarse con sus padres, debía tener eso en cuenta.
—Es gripe, estoy bien.
— No se te escucha nada bien, cielo.
—Tengo la nariz tapada, es un asco, pero voy a sobrevivir.
—¿Tenes medicamentos? Hija, avísame y cualquier cosa le pido a Sandra que te lleve.
Quedó petrificada cuando Ian ingresó nuevamente a su habitación
—¿Ian?
¡Mierda!
—¿Qué? Cielo, ¿estás bien?
—Sí, mamá, no pasa nada, —había dicho “Ian” en voz alta, menos mal que no se llamaba Roberto, habría sido más difícil de ignorar. — Necesito descansar, te llamo después. Te amo. — Cortó la llamada, y corroboró la hora, debería estar en clase hace veinte minutos. — ¿qué haces acá? ¿Por qué no fuiste al colegio?
Abrió la bolsa blanca que llevaba en la mano y sacó una caja pequeña.
—Compré un termómetro, —volvió a meter la mano en la bolsa y sacó una tableta de pastillas. — Y me dijo que tomes esto cada 8 horas.
—Gracias. —fue lo único que se le ocurrió decir, estaba desconcertada, él no actuaba así.
Sacó el termómetro de la caja y se lo pasó, lo encendió y lo colocó bajo su axila.
—Gracias. —repitió, pero esta vez lo miró a los ojos, quería que supiese que así se sentía, no lo decía por compromiso.
—De nada.
Él le sostuvo la mirada y notó que sus ojos tenían vetas plateadas, no las había notado antes, y la intensidad con que la observaba le hizo desaparecer todo el frío que le recorría el cuerpo.
El tono del termómetro los obligó a romper el contacto visual.
Su corazón latía rápido.
—39.3
— ¿Comiste algo?
Negó con un movimiento de cabeza. — No tengo hambre, tengo sueño.
Le sacó el termómetro de la mano y se fue de la habitación.
Su nariz comenzó a gotear de nuevo y los ojos se le llenaron de lágrimas, maldita gripe.
Ian ingresó con un recipiente y una botella de agua, que dejó sobre el escritorio.
Esto era demasiado.
—Estoy bien, no es necesario.
—Toma agua. —Le pasó la botella, bebió unos cuantos sorbos, y la dejó en la mesa de noche. —Tenes que hidratarte y hay que bajar la fiebre, y no podes tomar la pastilla con el estómago vacío. —estaba totalmente aturdida por su comportamiento. — ¿Cuánto abrigo tenes?
—Dos frazadas, y el cubrecama.
—Voy a sacar las frazadas. —No espero su aprobación, se movió por la cama y lo ayudó a tirarlas al piso. —¿es un unicornio?
Guadalupe estaba sentada en mitad del colchón, y se miró el pijama, un mameluco de peluche, azul y rosa, y en la capucha tenía el rostro de un unicornio.
—Sí, es abrigado, la mejor inversión de mi vida. Lo amo.
—No lo puedo creer. —susurró con diversión, antes de seguir acomodando la cama.
Se bajó para ayudarlo y se colocó la capucha con la intención de generar una nueva sonrisa, y la consiguió. Le gustaba cuando se relajaba.
Le pidió que se recueste boca arriba, y le colocó el paño húmedo en la frente. La cubrió únicamente con el cubrecama y la sábana, y comenzó a temblar de frío, pero Ian no pareció preocupado, ella sí, odiaba el frío y estaba vestida como un unicornio para corroborarlo.
—Ya vengo.
— No es necesario. —repitió, cuando volvió a ingresar a la habitación y se acomodó en el escritorio con los libros de clase, ignorándola por completo. — Anda al colegio.
—Ya avisé que no iba.
—¿No es obvio si faltamos los dos?
Lo observaba de reojo, porque el paño mojado no le permitía moverse, no la miraba, tenía la atención en el escritorio.
—¿Quién lo va a relacionar?