Sus padres se habían marchado pasada la medianoche, después de una larga discusión, donde no había conseguido que su padre cambie de opinión en relación a viajar a México, pero por lo menos, había conseguido quedarse esa noche.
Ian terminó de lavar los platos y se dejó caer en el sillón, a su lado, como si sintiera el peso del mundo sobre sus hombros. Ella se sentía de esa manera.
—Qué día largo. — susurró Ian mientras la atraía hacia él y la envolvía en sus brazos.
—¿Crees que mi papá...? — susurró ella, apoyando la cabeza en el pecho de Ian.
—No lo sé. —sonaba tan cansado como ella se sentía.
—Gracias por todo lo que dijiste —dijo ella después de unos minutos de silencio, pero como no hubo respuesta lo miró, Ian estaba dormido y emitía un suave ronquido.
Era tan hermoso. Un mechón de cabello caía sobre su rostro y ella lo apartó suavemente. Parecía mucho más joven cuando dormía, no dejaba de asombrarle cómo cambiaba cuando se deshacía de toda esa aura hostil.
Con su dedo índice comenzó a recorrer sus facciones. Esas oscuras cejas, esa nariz perfecta, esos labios tan... besables. Dejó un suave beso en ellos.
Era feliz. Este chico la hacía feliz. Tenía una barba de un día que apenas raspaba. Hoy no se había afeitado y le gustaba cómo se sentía. Hace cinco meses, si alguien le hubiera preguntado si necesitaba a un chico en su vida para ser feliz, se habría reído a carcajadas. Pero ahora no podía imaginar un futuro sin él.
En tan poco tiempo se había convertido en alguien fundamental para ella. Volvió a besar esos labios dormidos, pero con más determinación.
—¿Qué estás haciendo, Pupi? —susurró Ian entre sueños.
—Shh —respondió ella.
Se colocó a horcajadas sobre él y profundizó el beso. Ian sujetó su cintura y la atrajo más hacia él. Ella enterró sus manos en su cabello, había fantaseado jugar con esos rizos despeinados tantas veces.
De forma instintiva, comenzó a moverse hasta que ambos abrieron los ojos. Se miraron en silencio, jadeantes.
Vio el deseo en los profundos ojos grises de Ian, pero también vio la duda y la preocupación. Ian no se movió, dándole la oportunidad de decidir, aunque él quería esto, no había sacado las manos de su cintura ni se había alejado como hace un rato, antes de que lleguen sus padres.
Podían ser las últimas horas juntos, y que el infierno arda, ella también quería esto. Sin pensar dos veces, se quitó el suéter y la remera, quedando únicamente en corpiño frente a él.
Ian tragó saliva audiblemente mientras la contemplaba.
Debía sentirse expuesta. Era la primera vez que estaba semidesnuda delante de un chico, pero no era así, quería que la toque, que la mire. Y eso hizo él, la miró detenidamente. Descubrió que le gustaba que Ian la mirara de esa forma, con deseo. Saber que la deseaba con esa intensidad le daba seguridad.
—Sos hermosa. —susurró.
Recorrió la piel desnuda con sus manos, mientras su boca jugaba en el hueco de su cuello. ¡Dios! Se sentía asombroso. Él aún llevaba el suéter puesto y le molestaba. Guadalupe intentó quitárselo, pero él la frenó y enfrentó sus miradas.
—¿Estás segura?
Asintió y lo besó para hacerle saber que estaba bien con esto, que ella lo deseaba de igual manera, y finalmente le permitió quitarle el suéter con remera incluida. Recorrió... no, devoró el pecho de Ian con sus ojos. Lo había visto así antes, cada vez que salía del baño solo con una toalla. Pero ahora podía tocar, y se dio cuenta que era lo había anhelado durante semanas. Le besó el pecho y comenzó un suave recorrido hacia su cuello.
—Pupi... —Susurró.
Ian recorrió su espalda hasta que se topó con su sostén. Intentó quitarlo, pero dudó.
—Carajo. —susurró y Guadalupe lo miró sorprendida. ¿No podía desabrocharlo? ¿Debería hacerlo ella? —No... No tengo... si vamos a…
Lo observó con curiosidad, ya que parecía muy nervioso. —¿Qué pasa?
—No tengo... preservativos.
Oh, eso era lo que le preocupaba. Por alguna razón no le generó vergüenza.
Guadalupe le sonrió. —Yo tengo. —dijo, e Ian le regaló un bello ceño fruncido que se encargó de hacer desaparecer con su pulgar. —Mei me los dio... cuando empezamos a salir, de verdad.
Ian lanzó una carcajada, tenía la risa más contagiosa del mundo, y a ella le encantaba escucharlo reír así. Se levantó con ella a horcajadas, y Guadalupe se sujetó de su cuello ante el repentino vértigo, se dirigió en dirección a las habitaciones.
Se frenó y la miró esperando instrucciones.
—Los tengo en mi mesa de noche.
Eso pareció indicarle qué camino tomar. Entraron a su habitación mientras ella jugaba con su oreja. Lamia y soplaba a partes iguales.
La posó lentamente sobre la cama y la miró a los ojos. —¿Estás segura? —volvió a preguntarle.
Lo estaba. Asintió. —Si nos quedan sólo un par de horas juntos...
Él se acostó a su lado y la besó. —Voy a esperarte. No hay necesidad de hacer esto ahora si no estás segura.