Pasaron tal vez un par de horas antes de que Carlos se sintiera nuevamente capaz de levantarse de la cama, pero en cuanto lo logró, se dirigió de nuevo hacia la sala y encendió lentamente el televisor. Estaba ligeramente más repuesto, aunque aún sentía un vacío punzante en el pecho. Tenía muchas preguntas en su mente, muchas que esperaba que las noticias pudieran responder.
En el primer canal que había visto, ya no estaban la pareja de presentadores de antes, ahora aparecía un hombre de edad avanzada, con un uniforme modesto, probablemente parte del personal del canal. Miraba a la cámara con una mezcla de pena y serenidad, Carlos estuvo a punto de cambiar de canal, pero el hombre comenzó a hablar:
—Nos enlazamos contigo, Tansy Lefebvre —dijo con voz suave.
La transmisión cambió de inmediato a una conferencia de prensa. En la imagen, el primer ministro de Canadá, Joe Ford, subía lentamente al podio. Se lo notaba exhausto, como si cada paso pesara más que el anterior.
—Lamentamos confirmar las noticias... tan desgarradoras —dijo al tomar el micrófono. Se detuvo un momento. Tenía la mirada baja, como si buscara las palabras en el suelo, se le notaba el nudo en la garganta, como si tuviera que tragarse el llanto antes de cada frase.
—Los expertos han confirmado que el meteorito apodado "Kairo" posee una longitud de dieciséis kilómetros de diámetro. Las probabilidades de impacto superan ya el 83%, y es probable que esta cifra aumente con el paso de las semanas.
Hizo una pausa, inhalo profundamente y a pesar del temblor en su voz, no se retiró.
—No hay nada que podamos hacer para evitarlo... —dijo con firmeza, pero sin dureza—. No queda otra cosa que aceptar nuestra humanidad, con todas sus fallas, con todo su dolor... y aún así, tratar de hacer algo digno con lo que nos queda.
Su voz se suavizó. Ya no parecía un político. Parecía simplemente un hombre, roto por la verdad.
—Durante generaciones hemos perseguido el poder, el dinero, el control. Hemos construido muros, levantado banderas, ignorado el sufrimiento ajeno con tal de conservar una parcela de comodidad. Pero todo eso... todo eso ya no tiene sentido.
Miró a la cámara. Ahora sus ojos estaban claramente vidriosos.
—Les pido, no como primer ministro, sino como ser humano... que dejemos de lado la ambición, la codicia, las rencillas vacías. Que miremos a quienes tenemos cerca, a quienes aún podemos abrazar. Que pidamos perdón. Que escuchemos. Que acompañemos.
Tragó saliva y siguió, más sereno:
—Tal vez no podamos evitar el final, pero sí podemos elegir cómo vamos a vivir estos últimos días. Con bondad. Con compasión. Con humildad.Quizá por primera vez en mucho tiempo... debemos ser simplemente buenos unos con otros. Aunque sea al final. Aunque solo quede eso.
El primer ministro se quedó mirando hacia la cámara durante unos segundos, su rostro ya no contenía fuerza, solo vacío. Entonces comenzó a temblar ligeramente, dio un paso atrás, y bajó del podio sin decir una sola palabra más. Nadie hizo preguntas, nadie se abalanzó sobre él como era habitual en las ruedas de prensa. Todos habían quedado en silencio.
Entonces, un miembro del gabinete, Jean Harper, se acercó al micrófono. Su voz apenas se sostenía.
—En unos minutos más se llevará a cabo una junta con los presidentes y mandatarios de todos los países... —hizo una pausa— O eso se espera —susurró con la voz baja, casi inaudible.
Parecía no estar seguro ni de eso, no era solo un problema de organización, había algo más profundo... un hueco, una desesperanza que se colaba en su tono. Como si la promesa de unidad y paz que se esperaba tras las palabras del primer ministro ya hubiera fallado antes de nacer.
Harper volvió a levantar la vista hacia el micrófono con un temblor apenas disimulado.
—En esta junta se intentará llegar a una especie de acuerdo y plan para garantizar el bienestar de todos... —tragó saliva al darse cuenta de sus palabras, "bienestar", eso era algo imposible considerando que los días de todos ya estaban contados— Así que, por favor, permanezcan atentos, se espera tener una resolución a más tardar a las nueve de la mañana.
Dicho eso, se retiró sin más. Sin gestos ni despedidas. Solo se giró y caminó, como si lo arrastrara el peso de un final inevitable.
La transmisión se cortó en seco, devolviendo la señal al estudio de noticias. Allí el nuevo presentador comenzó a comentar lo dicho en la conferencia. Pero Carlos ya no lo escuchaba. Tomó el control remoto con manos temblorosas y cambió de canal.
Uno tras otro, los canales solo mostraban pantallas negras, estáticas, presentadores que habían abandonado sus puestos sin aviso, micrófonos encendidos frente a sillas deshabitadas, como si todos hubieran salido corriendo.
Carlos no se rendía. Cambiaba de canal una y otra vez. Quería encontrar algo, lo que fuera. Una explicación, un error, una negación. Algo que contradijera todo. Que dijera que era una broma. Un experimento social. La secuela moderna de "La guerra de los mundos" de 1938.
Algo que devolviera el sentido.
Su desesperación era tanta que no se dio cuenta de que el sol comenzaba a entrar por las ventanas de su sala, tiñendo el suelo con una luz pálida y desganada. No podía dejar de presionar el botón del control remoto. No podía dejar de suplicar que todo fuera una mentira.
Porque lo único en lo que podía pensar era en su hija.
Ana.
En cada momento que había dejado pasar. En cada promesa incumplida. En cada evento escolar al que no llegó. En cada tarde que no pasaron juntos. Las idas al zoológico, al parque, al acuario, al cine... planes que nunca se concretaron por culpa del trabajo, del cansancio, del "mañana lo hacemos".
Y mientras más recordaba en lo que falló, más rápido cambiaba de canal. Como si, al hacerlo, pudiera borrar cada ausencia. Como si pudiera retroceder el tiempo. Como si el perdón estuviera escondido en alguna frecuencia perdida.