Un tirón en su camisa lo sacó de sus pensamientos. Ana, al parecer, no había perdido el tiempo y ya traía consigo dos trapos de cocina, uno amarillo y uno blanco, además de unas tijeras.
—Mira, papi, traje los colores que dijo el señor. Yo quiero el blanco, quiero ayudar —dijo mientras se concentraba en recortar el trapo blanco.
Carlos sintió un nudo en la garganta.
—¿Quieres ayudar?
—¡Sí! Quiero ayudar a curar a todos los perritos y a las personas también —contestó Ana, sonriendo—. Como en el programa de la tele donde la niña tiene un hospital para sus juguetes.
Carlos soltó una carcajada.
—¿Un hospital para juguetes?
—¡Sí! Pero yo quiero tener un hospital para animales y personas.
—¿Será un hospital para personas y otro para animales, no? Uno para cada uno.
—¡Nooo! ¿Cómo voy a cuidar a todos mis pacientes si son dos? —preguntó Ana, molesta, como si lo que acababa de decir su papá no tuviera ningún sentido.
Carlos rió fuerte. No pudo evitar imaginar a los pacientes quejándose porque su compañero de habitación no dejaba de ladrarles o les había orinado encima. La idea le pareció absurda y encantadora a la vez.
—Jajaja, bueno... entonces cuéntame, ¿qué más quieres hacer?
Ana tomó un color amarillo y dibujó una figura de palitos con una capa ondeando al viento.
—¡Volar! Como las princesas mágicas.
Carlos asintió, fingiendo estar muy impresionado.
—¿Y cómo piensa volar la señorita? ¿Con un avión, un cohete... o alas?
—Con alas —Ana puso cara seria, como si la pregunta de su padre fuera ridícula—. ¿Quieres ayudarme a hacerlas? —La emoción se reflejaba en su rostro.
—¿¡Ah!? ¿Yo? No creo que sea buena idea... una vez lo intenté. Hice unas alas y me subí al árbol más alto de mi pueblo cuando era niño. ¿Y sabes qué pasó?
—¿Volaste? —dijo Ana con una sonrisa enorme.
—¡Jajaja, no! Eso quisiera... pero cuando salté, caí directo al suelo, en un charco de lodo. Terminé cubierto de pies a cabeza. Caminé totalmente embarrado desde aquel árbol hasta mi casa, en el camino, todos mis amigos me vieron y se burlaron de mí. Y cuando por fin llegué, mis papás no me dejaron entrar porque olía muy mal... así que me bañaron con la manguera, afuera de la casa —Carlos dijo lo último entre risas, sacudiendo la cabeza al recordar.
Ana lo miró con los ojos muy abiertos, mezcla de asombro y fascinación. Carlos pensó que la historia la había impresionado, pero su siguiente comentario lo tomó completamente por sorpresa.
—¿Fuiste niño? —preguntó con total seriedad.
Carlos se detuvo, parpadeando antes de soltar otra carcajada.
—¡Claro que fui niño! ¿Qué pensaste? ¿Que nací con barba y estas canas?
—¡Sí! —exclamó Ana, apuntando su dedo al estómago de su papá—. ¡Y con panza!
Carlos fingió indignación, llevándose las manos al abdomen mientras reía.
—¡Esto no es panza! —dijo entre risas—. ¡Es fuerza!
Ana soltó una risita contagiosa.
—¿También eras fuerte de niño?
Carlos suspiró y miró hacia el techo, como si pudiera ver los recuerdos reflejados allí.
—Claro. En el rancho uno tiene que ser fuerte para ayudar con las tareas de la casa y del campo. Mi mamá me pedía atrapar gallinas, recolectar huevos, dar de comer a los cerdos... mi papá a veces me llevaba a sembrar, a recoger la cosecha o a ordeñar vacas.
—¿Qué es un rancho?
Carlos la miró con ternura, sus ojos llenos de recuerdos.
—Es un lugar tranquilo, lleno de árboles enormes que dan frutas dulces y jugosas. Los animales caminan libres, y todos se conocen y se ayudan. Yo crecí en un rancho en Aramberri, en Nuevo León. Fue allí donde conocí a tu mamá.
Ana abrió mucho los ojos, claramente intrigada.
—¿Mamá?
Carlos asintió, y luego se levantó con un suspiro. Caminó hasta el mueble del televisor y comenzó a buscar entre unos papeles. Finalmente, sacó una caja de zapatos del fondo y regresó con ella.
—¿Qué es eso, papi?
—Son fotos de tu mamá. Mira, aquí está una de cuando empezamos a salir.
Ana tomó la foto entre sus manos, con una sonrisa tímida. Apenas podía recordar a su mamá, quien había fallecido hacía cuatro años, pero esa imagen le devolvió una parte de ella.
—Qué bonita...
Carlos también sonrió, sus ojos brillando con nostalgia.
—Sí... ella era la más linda del pueblo vecino. Su sonrisa hacía que incluso los días más nublados parecieran soleados —Carlos se detuvo, su mirada perdida en el recuerdo. Algo en su voz se quebró ligeramente.
Ana lo escuchaba como si fuera un cuento de hadas.
—Yo tenía 19 años cuando la vi por primera vez. Era la fiesta de la Independencia del pueblo. Había música, comida y mucha gente, pero ahí estaba tu mamá. Llevaba un vestido amarillo que brillaba como un rayo de sol. Su risa llenaba el aire... y yo no podía dejar de mirarla. Y entonces lo supe: tenía que hablarle.
—¿Qué le dijiste, papi? —preguntó Ana, impaciente.
—Salí de la fiesta y fui a buscarle una flor. Encontré un girasol enorme a unas cuadras; lo arranqué del jardín de Doña Esther. Quería llevarme al menos dos, pero Doña Esther salió con una escoba y me empezó a gritar, así que corrí lo más rápido que pude y regresé a la fiesta. Me acerqué a tu mamá y le entregué el girasol. Le dije que me recordaba a ella: llena de luz, como su vestido. Y le pedí que bailara conmigo.
Ana dio un pequeño salto.
—¡Como un príncipe en los cuentos!
Carlos rió suavemente.
—Sí... solo que ella dijo que no.
—¿¡No!? —exclamó Ana, asombrada; eso ya no sonaba a cuento de hadas.
—Sí, me dijo que tenía los dos pies izquierdos. Yo pensé que solo quería rechazarme, así que insistí. Al final aceptó. Pero en cuanto empezamos a bailar... entendí que lo decía en serio. Creo que esa noche me pisó más veces de las que puedo contar. Mis pies terminaron llenos de curitas, pero fue el mejor baile de mi vida.
Ana suspiró, con una sonrisa soñadora.