La casa de los Lavoie se encontraba envuelta en un silencio profundo y absoluto. No había nada a su alrededor, no había ni casas, ni árboles, ni siquiera el susurro del viento, solo un vacío inquietante que dominaba la escena. Carlos estaba atrapado en una pesadilla. Frente a él, la casa de los Lavoie surgía imponente, su estructura oscura y desmoronada bajo un cielo gris y opresivo.
Quiso darse la vuelta, pero no podía, sus piernas no respondían, solo podía mirar hacia esa casa que parecía devorarlo con su presencia, pero de pronto, una voz emergió del vacío. Era la de un hombre, Carlos supuso que se trataba del señor Lavoie.
—¿Sara? —susurró la voz, tan tenue como un aliento, pero lo suficientemente clara como para helarle la sangre. Carlos la escuchó justo en su oído derecho, como si el hombre estuviera allí mismo, respirándole encima—. Reacciona, amor... todo estará bien —dijo con un tono preocupado, cargado de desesperación. La voz sonó de nuevo, ahora en su oído izquierdo, más cercana, más invasiva.
Intentando huir de esa presencia, Carlos empezó a caminar hacia la casa, ya que no había otra dirección posible, pero la voz no desaparecía, esta dejó de susurrarle a los oídos y comenzó a resonar detrás de él, fría y persistente.
—Los protegeré a ti y a los niños —murmuró la voz masculina.
—No es necesario... —respondió una voz femenina que a diferencia del señor Lavoie, sonaba despreocupada, casi indiferente, como si la desesperación ajena no la afectara.
Carlos aceleró el paso, su respiración se entrecortaba conforme se fue acercando a la puerta principal. Las voces continuaron, pero ahora brotaban desde el interior de la casa, rebotando contra las paredes con un eco distorsionado y siniestro.
—Todo estará bien —decía la señora Lavoie con una calma escalofriante.
—Sí, amor... Yo los protegeré —replicaba el señor Lavoie, pero su voz temblaba.
—Todo estará bien —repitió la señora Lavoie, aunque ahora su voz sonaba desde otra parte de la casa, como si se deslizara por las paredes hasta llegar a la cocina.
—¿Qué haces, amor? —preguntó el señor Lavoie, la duda y el miedo quebrando su tono.
—Todo estará bien...yo solucionaré los problemas —dijo ella, con una serenidad que helaba los huesos.
Carlos sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Las paredes de la casa comenzaron a latir como si fueran un corazón gigantesco. Sabía lo que seguía. Aunque reconocía que solo era una pesadilla, no podía aceptar quedarse quieto, escuchando cómo los Lavoie morían otra vez. Tenía que intentar salvarlos, aunque fuera inútil, aunque supiera que no cambiaría nada en la vida real.
Intentó abrir la puerta principal, pero esta no cedía.
—¿Para qué el cuchillo, amor? —preguntó el señor Lavoie, con la voz temblorosa.
Carlos empezó a golpear la puerta con desesperación, su respiración agitada, los golpes retumbando como un eco en sus oídos. Era como si la pesadilla se burlara de él, como si quisiera recordarle que todo era inútil, pero él no podía aceptarlo, no podía escuchar cómo morían sin hacer nada.
—¡No! —gritó Carlos, empujando la puerta con toda su fuerza.
Unos pasos lentos resonaron del otro lado, anunciando lo que seguía y la tensión se volvió insoportable.
—¿Amor? —susurró el señor Lavoie, su voz temblando.
Carlos retrocedió un par de pasos y se lanzó contra la puerta, pero cada embestida solo aceleraba la escena, como si el tiempo mismo se burlara de su desesperación.
—Shhh —dijo la señora Lavoie con una calma inquietante—. Todo estará bien... shhh... tranquilo...
—¡Por favor, no lo hagas! —gritó Carlos, golpeando la madera con su propio cuerpo.
—¿Amor? —volvió a suplicar el señor Lavoie, su voz hecha un hilo.
Carlos corrió hacia la ventana más cercana. Todas estaban sin cortinas ni nada que las cubriera, como si el mundo quisiera obligarlo a mirar, se asomó, luchando con desesperación para abrirla, pero estaba sellada, fría y silenciosa.
A través del cristal, vio la escena: la señora Lavoie, con una sonrisa helada, hundía el cuchillo en el cuello del señor Lavoie. La sangre brotaba oscura, empapando la alfombra, el hombre cayó al suelo, murmurando algo que Carlos no podía entender, mientras que ella lo miraba con asco, indiferente.
—¿Ves? —dijo la señora Lavoie con un tono casi alegre, mientras su esposo se desangraba bajo sus pies—. Un problema menos.
—¡NO! —gritó Carlos, con la garganta desgarrada mientras golpeaba el vidrio con tanta fuerza que sus nudillos comenzaron a dolerle, ya no quería escuchar más, no quería que sus gritos fueran en vano.
—¡Detente! ¡Detente! —rogó, como si pudiera cambiar la escena. Como si el deseo de salvarlos pudiera desafiar la lógica implacable de sus sueños.
Pero la pesadilla seguía, el corazón de la casa seguía latiendo. La señora Lavoie sonreía, y Carlos, atrapado en su propia impotencia, solo podía mirar, intentando una y otra vez abrir la ventana, aunque en el fondo supiera que era inútil.