Después de terminar el almuerzo y lavar los trastes, Ana fue a arreglarse para su gran día, mientras Carlos investigaba cuál era el hospital de bandera blanca más cercano. Por suerte, había uno a solo 15 minutos en auto y no había señales de hospitales de bandera roja en las cercanías. Carlos no sabía si Ana preguntaría sobre esos lugares, pero prefería prevenirse.
—¡Estoy lista! —dijo Ana animada. Se había cambiado de ropa y ahora usaba un vestido blanco. Había intentado recoger su cabello con un listón blanco largo, pero la coleta se estaba deshaciendo, Carlos sonrió y se acercó para ayudarla.
—Ven, deja te ayudo —dijo con ternura. Tomó el listón blanco y lo usó para atar la coleta con firmeza, formando un gran moño blanco que se destacaba como un pequeño lazo que terminaba de adornar la caída de su coleta.
—¡Gracias! —dijo Ana feliz, tocando con orgullo el moño que Carlos había hecho.
—Listo, ya quedó perfecta tu coleta —dijo Carlos, satisfecho. Entonces tomó otro listón blanco que había encontrado y lo amarró alrededor de su propia cabeza como si fuera una banda.
—¿Y eso? —preguntó Ana divertida.
—Es para que los dos estemos listos para ayudar —dijo Carlos sonriendo.
Ana asintió con entusiasmo, y juntos salieron rumbo al hospital.
Carlos estaba nervioso. No sabía qué les esperaba en el hospital ni en qué podría ayudar Ana. Solo esperaba que le dieran tareas simples pero no demasiado sencillas, para que la pequeña no se sintiera frustrada.
—¿En qué te gustaría ayudar? —preguntó Carlos mientras manejaba, lanzando una mirada rápida por el retrovisor, Ana, sentada en su asiento de seguridad, estaba absorta mirando por la ventana.
—Quiero ayudar a las personas —dijo con decisión Ana, Carlos sabía que su hija no conocía mucho sobre los hospitales, probablemente solo lo que había visto en aquel programa de la doctora de juguetes.
—¿Entonces quieres ayudar directamente a la gente? —preguntó Carlos.
—Sí —dijo Ana de nuevo, con una convicción dulce y firme, sin apartar la vista de la ventana.
Carlos vio a la gente afuera, disfrutando del día, algunos jugaban, otros almorzaban. Observó a Ana sonreír mientras miraba a esas personas, quiso entonces preguntarle qué pensaba, pero prefirió no interrumpirla, así que siguió manejando en silencio.
Cuando llegaron al hospital, Carlos no pudo ocultar su sorpresa al ver el estacionamiento desbordado. Era impresionante que, a poco más de un mes para la llegada de Kairo, aún hubiera tanta gente allí, curioso, comenzó a observar los coches mientras buscaban un lugar para estacionar, veía calcomanías infantiles, sillas para bebés, cintas brillantes... entonces lo entendió, muchas familias estaban asegurándose de que todos pudieran volar sin problemas, incluso los más pequeños, por seguridad ante la emergencia inminente.
También notó vehículos con pases especiales para adultos mayores y adaptaciones para sillas de ruedas. No era solo el pánico por el fin del mundo dentro de 41 días, incluso con la llegada de Kairo y cierta sensación de liberación, había muchas personas que necesitaban medicación o un chequeo antes de un vuelo por temas de salud.
Carlos recordó que suele recomendarse que los bebés viajen en avión a partir del segundo o tercer mes de vida, por lo que probablemente había familias intentando averiguar si, en este caso tan excepcional, se podría hacer alguna excepción.
Mientras continuaba conduciendo por el estacionamiento, Carlos sintió una mezcla de incredulidad, tristeza y una visión de humanidad colectiva: bebés protegidos por sus padres, ancianos esperanzados por cumplir un último viaje, y personas con discapacidad intentando asegurarse la mayor estabilidad posible. El mundo se estaba terminando, y ellos estaban allí, tratando de buscar el bienestar de los suyos, haciendo que sus últimos días fuesen sin dolor, con todo en orden para estar a salvo el poco tiempo que quedaba.
—¡Gané! —gritó Ana desde el asiento trasero—. ¡Hay muchos pacientes! —dijo con una sonrisa radiante.
—Jajaja, sí, tenías razón —rió Carlos mientras lograba estacionar el auto en uno de los pocos espacios libres—. Entonces será un día muy pesado... ¿estás lista?
—Sí —dijo Ana con firmeza, tocando su moño blanco con orgullo.
Ambos se dirigieron tomados de la mano hacia la puerta principal, donde un vigilante les indicó amablemente hacia dónde tenían que ir para ser voluntarios por ese día. Siguieron sus instrucciones y llegaron a la oficina señalada, donde Carlos saludó a la enfermera.
—Buen día, queremos ayudar el día de hoy —dijo sonriendo Carlos.
La enfermera parecía algo cansada, pero al ver a Carlos esbozó una amplia sonrisa y habló con rapidez:
—¡Qué bueno, porque necesitamos hombres para los casos de...! —pero se interrumpió en cuanto notó la pequeña mano de Ana alzada en saludo, su mirada se suavizó de inmediato, y preguntó con un dejo de preocupación— Oh... ¿viene con su hija?
—Sí... ¿hay algún problema? —preguntó Carlos, preocupado.
—No, no, claro que no —respondió la enfermera, aunque sus palabras sonaron un poco extrañas— Mire, le doy el formulario, solo necesito sus nombres, edades, domicilio por si ocupamos mas ayuda o cualquier aclaracion y tallas de ropa para conseguirles los uniformes y que puedan ayudarnos —dijo mientras entregaba las hojas, Carlos, un poco aliviado, llenó rápidamente los formularios.
—Creo que por aquí tengo los uniformes a su medida, son solo batas, ya que el resto de los uniformes están en uso, pero servirán —dijo la enfermera mientras buscaba en una habitación al fondo.
—¡Gracias! —dijo Ana con una amplia sonrisa, dando pequeños brincos de emoción.
—Sí, gracias —dijo Carlos, terminando de llenar el formulario.
La enfermera regresó con dos batas blancas cuidadosamente dobladas.
—Pónganse esto y no se lo quiten, por favor —les pidió—No nos quedan muchos, así que sería bueno que los regresen al terminar su turno, ¿de acuerdo?