Profecías impuestas V
Veinte. Ni uno más ni uno menos. Número exacto para desatar lo impensable. Veinte jóvenes peones a la merced de un tirano. ¿Quizá estos títeres poseen más cabeza de la esperada?
Los veinte terrenis elegidos para formar parte del proyecto Atenea llevaban más de ocho horas metidos en un avión. A esas alturas de su trayecto, ninguno tenía claro si era el seleccionado para llevar a su raza a otro nivel o más bien un rehenes obligado a cumplir órdenes suicidas. Ninguno lo podía saber porque bajo palabras textuales del profesor Greg, estaba terminantemente prohibido hablar hasta nuevo aviso.
A Alysa le había tocado sentarse alejada de sus amigas, en el pasillo y separada por dos asientos vacíos de un chico del que lo único que sabía es que se llamaba Alfred, era tres veces mas grande que ella y llevaba el cabello muy corto.
—Necesito ir al baño —le dijo Alfred después de horas de silencio. Alysa se levantó para dejarlo pasar mientras veía la cabecita de su amiga Nora entre las filas de los asientos delanteros y su mano asomando en señal de saludo.
—¡Señorita Fleen! —la reprendió rápidamente Catherin, el bulldog que parecía haber contratado La Cruz del Sur para martirizarlas— Nada de molestar al resto de los compañeros, baje la mano ahora mismo.
—Lo siento —se disculpó Nora. Alysa apretó la mandíbula de impotencia. Lo que más la molestaba a ella, y seguramente al resto, era el mortal silencio. ¿A caso no les contarían nada?
…
Cuando todo parecía que no podía ir a peor, estaba la realidad para demostrar lo contrario. Después de un viaje en avión de casi doce horas, les tocó montarse en unos todoterrenos plateados y seguir viajando en silencio mientras no dejaban de rebotar como pelotas por culpa de los malditos baches.
—Hemos llegado —les informó la profesora Catherin después de casi una hora de trayecto—. Ahora dense prisa y bajéense —les ordenó.
Todas ellas hicieron lo que les había pedido mientras empezaban a acostumbrarse a eso de no hacer preguntas. El lugar donde las habían llevado era tremendamente oscuro y frío, por eso, Alysa titiritó bajo su delgada chaqueta de punto y se preguntó dónde diablos estarían.
—¡Aquí no hay nada! —se quejó Lilah mientras tiraba con fuerza de su maleta rosa que por culpa de las piedras del camino se le había atascado.
—No sea impaciente y guarde silencio —le contestó Catherin mientras ayudaba a el resto de las estudiantes a bajar su equipaje.
En ese momento un fuerte estruendo resonó a través del cielo y unos potentes focos iluminaron el paisaje. Una descomunal cúpula metálica rodeada por una alta verja eléctrica se alzaba ante ellos para darles la «no bienvenida» a ese lugar inhóspito. Era un edificio frío, tosco, nada agradable y poco amistoso. Su cima se encontraba coronada por distintos aparatos que Alysa no logró reconocer, y eso para la mejor estudiante de ciencias y tecnología de La Cruz del Sur, pareció ser preocupante.
—¿Qué es esto? —preguntó Lilah con la boca abierta.
—Vuestro nuevo hogar —les aclaró el profesor Greg con orgullo.
—¡Pues es feísimo! —le contestó Lilah. Alysa y Nora se mandaron una mirada cómplice y asintieron. En ese lugar había algo más preocupante.
—¡Hogar, dulce, hogar! —exclamó Zale que ya había cogido su equipaje. Nora se fijó en la sonrisa de Zale y se preguntó porqué siempre se forzaba a sonreír de esa manera— ¿Quieres que te ayude? —le preguntó a Nora. Ella pestañeó, cogió su maleta y se apartó en silencio.
—Si quieres puedes ayudarme —le dijo Lilah a Zale. Él le guiñó un ojo, desatascó su maleta rosa y se la llevó.
A medida que Alysa se acercaba a la puerta blindada del descomunal edificio, más segura estaba que le resultaría imposible escaparse. Entonces, se sintió ansiosa, miró el bosque verde que se alzaba a su espalda y deseó escaparse. Si ahora me voy a lo mejor tendré una oportunidad, pensó, y en ese momento se cruzó con los ojos verdes de Vanir que se estaba acercando a ella.
—Ahora es tarde —le advirtió. Alysa entró en pánico y soltó su maleta como acto reflejo.
—No la cagues ahora —le dijo Reik cogiendola por el hombro. Ella lo miró asustada. Por suerte, él parecía estar tranquilo por los dos.
—No vamos a poder salir de esta —le contestó señalando la cúpula que poseía tecnología que no había visto en su vida.
—Podremos —le contestó con firmeza. Vanir resopló como si no lo tuviera tan claro—. Si ahora te largas van a atraparte, tienen toda la zona controlada por las cámaras —le recordó. Ella inconscientemente levantó la cabeza para buscarlas—¿Crees que podrías verlas? Ahora métete allí dentro y aprende.