Colores primarios

Capítulo 3

Los días de lluvia se convirtieron en mis días favoritos desde que comencé a trabajar en el hospital. La lluvia apagaba los sonidos de la calle, de la gente, de la vida diurna. Era lo más parecido a dormir de noche. Esos días eran los únicos en los que sentía que lograba verdadero descanso. Santiago hacía lo posible para no interrumpir mi rara oportunidad de tener un sueño profundo y por ese motivo, en una semana de lluvias, me percaté tarde que no lo vi ninguno de esos días. Los mensajes no se interrumpieron pero algunas cosas surgieron y él no aclaraba mucho de qué se trataban. Entre preocupado y confundido, meditaba si debía hablarle y pasar ese extraño límite autoimpuesto al no hacer muchas preguntas. Cuanto más lo pensaba más difícil e incómodo parecía, tampoco me imaginaba cómo Santiago podría reaccionar al verse repentinamente cuestionado.

Empecé a recurrir más a los libros para no pensar tanto, mantener mi cabeza distraída me ayudaría a no andar preocupado, a no sobre pensar las cosas y a calmar mi ansiedad. Me sentaba en mi trabajo y leía toda la noche cuando no dormía. Evitaba participar en las conversaciones de mis compañeros, en sus debates de la vida, ya que hablaban de cosas que agitaban mi angustia. Aunque no me molestaba cuando hablaban de política o deporte, lo más común para ellos era hablar sobre las mujeres, cosa que tampoco me molestaba, pero eso derivaba a temas como la infidelidad, peleas, hijos o familia. Esos temas me alteraban los pensamientos que intentaba mantener en control. Así que me quedaba solo, leyendo, en lo posible, libros que tampoco tocaran esas cuestiones. Sin querer me convertí en el ermitaño del trabajo, en el raro. Afortunadamente a nadie le importaba demasiado.

El viernes por la noche estuve solo en casa, lo que no era normal. Santiago nunca dejaba pasar la ocasión de dormir a mi lado, un hecho, que sumado a todos los días que llevábamos sin vernos, presagiaba dificultades. Algún problema lo estaba absorbiendo y no me lo decía.

***

El sábado sucedió lo más raro que podía haber sucedido. Por la tarde, Santiago me envió un mensaje preguntando si podía pasar un momento por mi casa con Iris, a causa de una pequeña lluvia que los había sorprendido. Aunque él se ocupaba de asegurarme que sería por un momento, supe que algo estaba mal. Los problemas que Santiago podría tener por llevarla a mi casa eran muchos, más la mala reacción que Iris tendría al verme y mi propia incomodidad, no me dejaba otra opción que pensar que algo malo pasaba.

Cuando llegaron, para mi sorpresa, estaban bastante mojados. Iris no ocultó su descontento ante mi presencia pero no llegó a hacer una escena porque también estaba desconcertada por el lugar extraño en el que se encontraba.

—Dejé toallas en el baño pero voy a buscar más —dije para desaparecer.

La presencia de Iris me ponía nervioso, no quería correr el riesgo de que hiciera o dijera algo que angustiara a su padre, sin contar que era una mala idea que ella estuviera en mi casa. Su madre, la nunca mencionada Julieta, no se mostraba a favor de la relación que Santiago tenía conmigo y, por lo poco que sabía, llegaba al punto de negar la existencia de la misma.

Los oí entrar al baño y, contra mi instinto, me acerqué en silencio a dejar un par de toallas más junto a la puerta. Luego me quedé en la cocina escuchando los murmullos que a veces hacían. Santiago apareció en seguida con culpa en el rostro.

—Gracias.

—¿Qué pasó?

Él comprendió la pregunta detrás de esa pregunta.

—Se complicaron algunas cosas —contestó con una triste sonrisa.

Sentí un gran dolor por él, a pesar de no saber qué había ocurrido. Siempre era igual, sonreía intentando minimizar la catástrofe en su vida, una catástrofe de la cual yo no conocía su magnitud y me aterraba. Me acerqué para abrazarlo, estaba tenso y frío por la lluvia.

—Te extrañé mucho —susurré.

Lo sentí relajarse un poco. Después de un momento me separé de él.

—Voy a prepararles algo caliente.

—Gracias —volvió a decir a mis espaldas.

Lo único que se me ocurrió prepararles fue chocolate, con esperanzas de que le agradara lo suficiente a Iris para no arrojarlo al piso, pero Santiago fue quien se encargó de llevárselo para evitar que algo como eso sucediera. Me acerqué un poco a la puerta y la vi sentada en el sillón cambiando canales del televisor. Tomó en silencio el chocolate mientras inspeccionaba la sala con la mirada por lo que volví a la cocina antes de que me descubriera. "Ocultándome en mi propia casa" pensé con amargura. Después de otro rato, Santiago regresó con las tazas  anunciando que se irían, Iris debía ir a su casa. Con la lluvia que no se detenía nació de mí insistir en llevarlos. Aunque evitaba estar junto a la pequeña, en ese momento quería estar junto a Santiago, acompañarlo y demostrarle que podía contar conmigo. No se negó a que los llevara y tampoco ocultó su sorpresa. Pero cuando fuimos a la sala, estando frente a Iris, ya no estuve tan seguro de mi decisión. Se mostró molesta por mi presencia pero más molesta se mostró al escuchar que volvería a su propia casa. Salimos con el silencio incómodo que nos caracterizaba en semejante reunión y recién a medio camino me di cuenta de lo anormal que era que Santiago estuviera llevando a Iris con su madre un sábado. Su hija estuvo sin hablarle ni responderle como era habitual y, al llegar, caminó sola delante de él ofendida.

Una llovizna comenzó y Santiago regresó rápido. Se sacudió el cabello antes de entrar en ese estado de serio trance en el que siempre quedaba después de dejar a su hija. Manejé en silencio mientras que la llovizna se convertía en lluvia. Lo miré de reojo un par de veces antes de decidirme y detuve el auto cerca de una estación de tren hacia donde corrían algunas personas para resguardarse del agua. Santiago no lo notó.

—¿Qué sucedió? —pregunté.




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