Ese domingo recibí la llamada más inesperada que podría haber recibido de mi hermano. Demasiado temprano sonó mi celular por lo que atendí medio dormido. Gabriel hablaba raro, ansioso y en voz baja. De todo lo que dijo lo único que entendí y, fue suficiente para despabilarme, era que quería que vaya a buscarlo a una comisaría. Traté de preguntarle qué había pasado pero él respondía que no debía preocuparme pero que me apurara. Así que me encaminé con Santiago que escuchó desconcertado la conversación. Jamás estuve en una comisaría y suponía que Gabriel tampoco, así que no sabía con qué me iba a encontrar. Santiago intentaba calmarme insistiendo en que mi hermano estaba bien y eso era lo importante.
Llegamos al lugar indicado, una comisaría pequeña y algo descuidada. Entré tímidamente con Santiago detrás, que era lo único que me hacía avanzar en tan extraño sitio. Lo primero que vimos fue un policía tomando café en un escritorio cerca de la puerta que no nos prestó ninguna atención y luego vi a Gabriel sentado en un área que parecía destinada a la espera. Miraba al suelo preocupado mientras jugaba con su celular. Fui hacia él y recién cuando levantó la cabeza para verme sentí que ganaba cierta tranquilidad. Gabriel desvió la mirada a Santiago.
—No hacía falta que lo trajeras —se quejó murmurando por lo bajo.
Me senté a su lado.
—Eso no importa. ¿Qué pasó?
Otro policía apareció trayendo, por lo que parecía, masas para desayunar. Él sí nos miraba mientras se acercaba a compartir los dulces con su compañero, luego se quedó parado observándonos y el que tomaba café decidió sumarse como espectador. Gabriel lo notó y tiró de mi ropa.
—¿Nos podemos ir?
—¿Qué pasó? —volví a insistir.
—Es mejor que lleven a revisarle el golpe —aconsejó el policía que había entrado con las masas.
Miré a Gabriel con renovada preocupación.
—Me caí —dijo en voz baja tocándose la cabeza.
Volteé al policía que nos miraba, desconcertado ante la posibilidad de que todo se tratara de una simple caída.
—¿Qué pasó? —pregunté al policía, ya que mi hermano no quería cooperar desarrollando la situación.
—Lo atacaron en la vía pública —respondió con voz monótona, como si no fuera un hecho importante.
Luego fue mi turno de tirar de su ropa.
—Atacaron mi auto, no a mí —aclaró para calmarme.
—Pero con usted adentro —agregó el policía.
—¿Nos podemos ir? —volvió a repetir Gabriel antes de que pudiera decirle algo.
Santiago apoyó la idea con una seña.
—Vamos —accedí finalmente.
El policía seguía mirándonos y Gabriel tardó en ponerse de pie, al hacerlo pareció costarle mantener el equilibrio pero hizo de cuenta que no era así, que estaba bien. Intenté ayudarlo pero rechazó toda asistencia. Caminamos junto a Santiago que ofreció conducir y le pedí ir al hospital donde yo trabajaba. Para mi sorpresa Gabriel no protestó. Se sentó detrás con cara de enojado pero comencé a pensar que esa expresión era más a causa de un dolor que no quería reconocer. Los tres guardamos un incómodo silencio hasta que no aguanté más y me di vuelta tanto como el cinturón de seguridad me permitió después de alejarnos de la comisaría.
—¡¿Qué te pasó?! —reclamé enfurecido, sorprendiendo más a Santiago que a mi hermano.
Gabriel, sin inmutarse, miró en dirección de Santiago debatiendo consigo mismo que tan inoportuna era su presencia. Luego se recostó en el asiento del auto mirando el techo antes de hablar.
—¿Te acuerdas de la chica con la que estaba en Starbucks?
—Sí. La chica por la que pregunté cientos de veces —agregué con enojo.
Ignoró mi comentario.
—Le contó a su padre que estábamos saliendo y me vino a buscar.
No continuó, como si eso fuera explicación suficiente.
—¿Por qué te fue a buscar? —insistí en saber aunque imaginaba la respuesta.
No me respondió.
—¿Es menor de edad? ¿Es eso?
Trató de incorporarse con rapidez para responder pero algún tipo de dolor no lo dejó hablar.
Me contradecía la situación. Por un lado quería matarlo, por otro lado me asustaba lo que había sucedido. Miré a Santiago que observaba la conversación, el auto había estado parado sin que nos diéramos cuenta.
—No es menor de edad —se defendió—. Hace dos semanas cumplió 18.
Volví a cruzar miradas con Santiago porque no podíamos creer lo que escuchábamos.
Hice una pausa para respirar y procesar un poco la información que estaba recibiendo.
—¿De verdad te caíste? —pregunté preocupado, era obvio que algo más serio sucedió si lo fueron a buscar.
—Sí, me caí —contestó mientras volvía a recostarse—. Me encerró con su auto y luego empezó a golpear mi auto con un no sé qué... —pensó un momento— No importa. La policía llegó y lo detuvo, pero me confié y bajé del auto. Aunque los policías estaban con él, trató de venirse hacia mí. Ahí es donde me caí.
Santiago volvió a poner en marcha el auto y en minutos estuvimos en el hospital. Yo no podía dejar de mirarlo anonadado.
En el hospital nos hicieron pasar primero sin que nadie se diera cuenta. A los pocos que estaban trabajando en la guardia los había visto una o dos veces como mucho pero no dudaron en atendernos ahorrándonos la espera.
Un médico revisó a Gabriel y descartó cualquier daño de importancia. El mareo que admitió tener había disminuido mucho y no perdía el equilibrio. Se había golpeado la cabeza contra su propio auto. El enojo se me fue mientras veía cómo lo revisaban y no me aparté de su lado en ningún momento. Él hacía de cuenta que nada grave sucedió, intentando fingir frialdad ante el hecho, y su acto me angustiaba.
De repente saltó ante el sonido de un mensaje en su celular que se apuró en revisar, al mismo tiempo recibí uno también y pensando que podría ser Santiago que esperaba afuera revisé para encontrar un mensaje de mi madre que insistía en que fuera con mi hermano a almorzar. Decidí no abrirlo y dejar que pensara que aún dormía, al mirar a Gabriel me percaté que él saltó por el mismo mensaje. Debía estar esperando que su novia se contactara con él.