Al quedarnos solos le señalé a Santiago algunas partes de la casa tratando de ver cuánta urgencia tenía por irse, aunque yo tenía mucha no quería sacarlo a las corridas como si su presencia fuera vergonzosa. Él estaba entre inquieto y curioso pero no hacía ningún comentario, como si temiera que su voz se escuchara y atrajera algún incómodo familiar. Después de dar vueltas con la fortuna de no cruzarnos a nadie decidí que teníamos que aprovechar para irnos antes de que la suerte cambiara.
Dentro del auto, nuevamente se puso como conductor mientras yo le avisaba a mi madre por mensaje que nos íbamos.
—Tendríamos que haberlos saludado —comentó preocupado.
—No querías volver allí —dije riendo.
—No fue tan malo —se defendió.
—Es verdad. Pudo haber sido mucho más terrible.
Sabía que luego mi madre se encargaría de reclamarme la falta de decoro por llegar con un invitado sin aviso, también reclamaría la falta de formalidad en la presentación a causa de mi desconsideración e incluso el no habernos despedido correctamente, su indignación por esos descuidos, como ella los llamaba, y sus sermones los conocía de memoria. Pero Gabriel y yo aprendimos de nuestro padre a ignorar esos planteos.
Ya eran casi las cuatro y sentí de repente el sueño atacándome. Miré a Santiago que se concentraba más de lo necesario en manejar.
—¿Cómo estás? —pregunté.
Miró de reojo un poco sorprendido.
—Bien —respondió con simpleza mientras sonreía.
No supe adivinar si decía la verdad o no y me sentí mal e inseguro por haber hecho que pase un día terrible. En lugar de quitarle preocupaciones lo hacía pasar momentos complicados. Cuando nos topamos con un semáforo en rojo me acerqué a él y lo besé movido por la culpa, luego me retuvo.
—Otra vez —susurró.
Tardé en reaccionar antes de volver a besarlo.
—Ahora me siento mucho mejor —volvió a susurrar antes de besarme.
***
Por la mañana, apenas salí de mi trabajo decidí ir a ver a Gabriel. Como era muy temprano hice un poco de tiempo desayunando por mi cuenta para evitar la posibilidad de sentarme a desayunar con mis padres. No después de lo ocurrido el día anterior, no quería darles la oportunidad de darme sermones. Aun así llegué muy temprano para mi gusto ya que ambos se encontraban desayunando, como si no pudiera sortear mi destino. No tuve más opción que sentarme en la mesa con ellos aunque no deseaba un segundo desayuno.
—¿Y Gabriel?
—Sigue durmiendo —respondió mi madre—. Me dio pena despertarlo. —Pensó un momento—. Deberíamos avisar a su trabajo.
Tuve ganas de decirle que no haga tal cosa, que ya estábamos grandes para que ella hiciera algo así, pero decidí mantener el ambiente pacífico.
—Pero no sé el número de teléfono —agregó.
Enseguida se paró
—Voy a llevarle el desayuno así se despierta y puede llamar.
De verdad le preocupaban esas cosas, era igual a cuando íbamos al colegio. Me pregunté si todas las madres eran así, preocupándose por cosas que a nadie le importaba o solamente mi madre era así a causa de todo el tiempo libre que tenía. Fui tras ella mientras mi padre anunciaba, ignorado, que partía a su trabajo. En la cocina estaba la mucama que parecía incómoda por todo el alboroto de nuestro ingreso. Nos dejó a solas mientras mi madre improvisaba una sobre cargada bandeja.
La observé en silencio, de repente curioso por lo que sea que tuviera para decir por lo ocurrido el día anterior.
—Me alegra ver que te preocupas por tu hermano —comentó.
Pero no era sobre lo que quería que hablara.
—Siempre tuve miedo que se distanciaran al crecer —continuó reflexionando.
—Nunca hubo motivo para que nos distanciemos.
—Eso es lo que me alegra porque Gabriel es muy difícil de llevar.
La miré extrañado, no por el comentario sobre la personalidad de Gabriel sino por la conversación en general.
—Esa novia que tuvo tu hermano... cualquier otra persona en tu lugar se habría ofendido.
La extrañeza no me abandonaba.
—La persona con la que quiera estar le tiene que gustar a él, no a nosotros.
En mi mente aparecía la imagen de su nueva novia sin poder decidir cuál de sus relaciones era la peor. Mi madre asintió en silencio. Ella siempre lograba despertarme emociones encontradas. Por un lado, yo pretendía que aceptara las decisiones de sus hijos con orgullo, cosa que rara vez sucedía y me molestaba. Por otro lado reconocía que hacía lo que podía con dos hijos que destrozaban sus esperanzas de normalidad, entonces me atacaba la culpa por ser tan duro.
—Perdón por traer a Santiago sin avisar.
La vi terminar de preparar la bandeja.
—No parece mala persona —confesó—. Pensé que sería algún tipo de oportunista con apariencia de vago pero no tenía mal aspecto, se veía muy prolijo. La familia no va a poder decir que andas con gente fea.
Tomé la bandeja y caminamos a la habitación de Gabriel.
—Mamá... nunca vuelvas a decir eso en voz alta.
—No dije nada malo —se defendió.
—Fue terriblemente superficial.
—Bueno, es lo único que lo va a salvar de que lo miren mal por estar divorciado a su edad con una hija detrás —declaró firmemente.
No dejaba de empeorar y no quise seguir con la discusión. El problema con mi madre era que eso que pensaba de Santiago lo pensaba de cualquiera que cumpliera con esas características. En ese momento entendí que en realidad Santiago nunca cumpliría con sus expectativas tal como sucedía con Gabriel y conmigo. Y si mi hermano continuaba con su novia, ella tampoco lo haría. Los cuatro seríamos las ovejas negras de la familia, de quienes se hablaría muy poco fingiendo que no los incomodaba. Afortunadamente a mi familia le gustaba fingir que nada alteraba su normal vida.
Entramos a la habitación para encontrar a Gabriel muy ocupado enviando mensajes por teléfono. Inmediatamente me miró para corroborar que nuestros padres aún vivían en la ignorancia con respecto a su accidente. Mi madre empezó a hablar sin parar sobre llamar al trabajo y de volver al médico para una revisión, mi hermano asentía sin ninguna objeción ayudando con eso a que nos dejara solos más rápido. En cuanto ella se marchó, Gabriel volvió a sus mensajes.