Una semana antes de comenzar en mi nuevo trabajo, renuncié al hospital. No se sorprendieron, nunca se sorprendían cuando alguien del turno nocturno renunciaba, lo raro era que durara. Esa semana me serviría para ajustar un poco mi sueño, cosa que no terminó siendo fácil o rápido, descubrí que, incluso sintiendo la necesidad de dormir de noche, el sueño no llegaba hasta muy avanzada la madrugada. Tampoco se sentía como un descanso y de día también me daba sueño. La primera persona con quien compartí la noticia de un nuevo trabajo fue con mi madre, tuve el extraño deseo de que dejara de sentir pena por mí por trabajar de noche. Se puso muy feliz y animada por lo lujoso que sonaba la clínica estética. En el fondo me aliviaba que tuviera una cosa menos de que quejarse con respecto a mi vida.
Santiago por su parte se mostró sorprendido y confundido.
—¿Estabas buscando trabajo? —preguntó pensando si no se le había escapado a él esa información.
—Quería que fuera una sorpresa.
Y la sorpresa no lo abandonó mientras que yo reía como tonto al verlo pensar tanto.
—¿Y estás contento con el cambio?
Aún sonriendo intenté ponerme un poco más serio. En ese momento tratábamos de cocinar una cena decente para ambos, mientras que yo comía liviano, para Santiago una ensalada o algo parecido no catalogaba como comida. En mi cocina habitaban cosas que no habrían existido normalmente: dulces y postres. Mi pobre yogurt vivía ensombrecido por jaleas, flanes o alguna tarta.
—Trabajar de noche no era muy cómodo, me estaba volviendo loco el sueño y el insomnio.
—Es verdad.
—Además —me animé a continuar—, ya no tenía sentido que siguiera allí. —Me apoyé en la mesada—. Me sentía tan mal que solo fui a esconderme a ese trabajo.
—Muy bien no te escondiste —agregó con simpatía—, es allí donde te encontré.
No pude evitar reírme a pesar de sentirme un poco avergonzado. El recuerdo de ese día me llenaba de mucha calidez, mi vida sería completamente diferente si él no me hubiera buscado, tal vez la depresión me habría consumido sin que yo intentara evitarlo. Santiago tocó mi cabello distrayéndome.
—Recuerdo que estabas triste incluso antes de lo que pasó entre nosotros.
Mi expresión cambió y sentí mi estómago apretarse. Todo lo que me había ocurrido no fue por él. Asentí silencioso, desviando la mirada. Hubo silencio también de su lado, luego se acercó y besó mi cabeza. Ni siquiera pude reaccionar a eso. Era ridículo que actuara así, pero prefería hacer de cuenta que lo ocurrido con Julián nunca sucedió, que él no había existido. Y no estaba en mis planes compartir esa historia con nadie, ni siquiera con Santiago. La humillación que sentí moriría conmigo. Volvió a besarme y apoyó su cabeza en la mía.
—Puedes confiar en mí.
Nada venía a mi mente para responder sin hacerlo sentir que no confiaba.
—No tiene que ser hoy —se compadeció.
Solo en ese momento pude relajarme, liberado de la obligación de contarle, aunque con una gran sensación de culpa porque mi silencio también era una respuesta. Tomó mi rostro para que lo mirara y besarme.
—Cuando te sientas triste voy a ir a buscarte, no importa donde.
Sus palabras me conmovieron, incluso con todos sus problemas no dudaba que así sería. Devolví su beso mientras lo rodeaba con mis brazos.
—Se te olvidó decirme —murmuró mientras dirigía su boca a mi cuello— que estás libre por las noches.
—Tenía planeado decírtelo pero se desvió la conversación.
Santiago se estiró para apagar la cocina antes de volver a ocuparse de mi cuello y, de paso, meter sus manos bajo mi remera.
—Esta es otra de las razones por las que quería cambiar de trabajo —aproveché para confesar antes de que el aliento me faltara.
***
La primera impresión sobre mi nuevo trabajo fue confusa. El primer día no hice absolutamente nada y recién en el segundo día realicé una placa, la única, y luego nada de nuevo. Observando con cuidado descubrí que el técnico de extracción, Alfredo, estaba en mi misma situación y cuando le pregunté si siempre era así me respondió lleno de ironía.
—Bienvenido a este hermoso mundo.
Pero hablando un poco más descubrí que nosotros dos éramos los que estábamos en esa extraña situación, ya que nos ocupábamos de una sola cosa: los prequirúrgicos. Las emergencias nunca sucedían y, la mayoría de las veces, los pacientes extranjeros no regresaban para los controles. El resto estaba siempre muy ocupado; las enfermeras, además de su trabajo, hacían de una suerte de mucamas a disposición de los pacientes que eran bastante exigentes. Dos médicos se encargaban de los controles, realizar parte del prequirúrgico y la organización, el cirujano iba y venía muy ocupado aunque, según mi compañero, además de operar no se sabía qué tanto hacía. El anestesiólogo y el resto del equipo del quirófano solo aparecía cuando había una cirugía. Tres personas en la cocina se dedicaban a preparar lo que el paciente quisiera comer, varias chicas de limpieza que no paraban de limpiar sobre lo limpio y un jardinero. La directora se encargaba de la agenda del centro y una secretaria se encargaba de la agenda de ella y de revisar que todos se presentaran a trabajar. No dejaba de ser extraño todo el conjunto. La clínica contaba con diez habitaciones y ese era el límite de pacientes que se podía tener. Aunque no sabía cuánto cobraban sus variadas cirugías, sí sabía que las cobraban en dólares. Alfredo, quien hablaba sin parar, en pocos días me contó todo lo que necesitaba saber de todos y descubrí que no era necesario contestarle cuando comenzaba a hablar, él hablaba, preguntaba y se respondía solo, con que asintiera de vez en cuando era suficiente. Era un poco más joven que yo y su experiencia venía de haber trabajado con una ONG en el exterior extrayendo más sangre por día de la que podía contar.