Mi madre se asustó al verme.
—¿Qué pasó? —preguntó preocupada.
Ella estaba sentada viendo una novela cuando aparecí de imprevisto. Iba preparado para pedirle consejo y con eso recibir sus duros e innecesarios comentarios, estaba mentalizado que así sería y no respondería ante ninguno. Me senté a su lado y ella apagó el televisor.
Me tomó trabajo verbalizar la frase que la habilitaría a opinar sobre absolutamente todo.
—Necesito un consejo.
No era normal lo que hacía, ella debía imaginarse que no estaba ahí por gusto, que algo me obligaba porque no quedaba otra opción. Me miraba con duda.
—No logro llevarme bien con Iris y no sé qué hacer.
De repente respiró aliviada y relajó su postura.
—Pensé que algo malo había sucedido.
—Es algo malo.
Su sonrisa y mirada fueron tan condescendientes que le faltó darme palmaditas en la cabeza. Luego suspiró con falsa resignación.
—Yo te dije que todo esto era para problemas pero no me quisiste escuchar, creías que lo decía de mala.
Soporté la reprimenda y no respondí. Ella detuvo su actuación un momento para corroborar que guardaba silencio por voluntad propia y que, efectivamente, no había hecho ningún gesto que se opusiera a sus palabras.
—Esto es nuevo —recriminó.
—No vine a pelear.
Se levantó del sillón.
—Voy a preparar té.
La seguí a la cocina con la paciencia que requería mantener su ritmo para dar respuestas.
—Así que quieres llevarte bien con ella —murmuró mientras buscaba lo que necesitaba para el té.
—No necesito que sea una relación excelente. Con que podamos convivir me conformo —confesé con pena.
Me miró con incredulidad.
—¿Tan mal están?
Estuve a punto de responder que sí pero el comportamiento de Iris podría haber sido mucho peor.
—En realidad no tengo con qué compararlo.
Tuve que seguir esperando a que decidiera compartir información conmigo porque preparar la mesa para el té era más importante. Pero en el proceso me hizo algunas preguntas muy puntuales sobre la familia de Santiago y en cada respuesta ponía cara de indignación. Finalmente nos sentamos para su sagrado té.
—¿Ese chico no pudo darse cuenta de lo que quería un poco antes?
Con gran esfuerzo ignoré sus palabras, ni siquiera la miré.
—Afortunadamente para ti, ella es muy pequeña. No hay mucho que tengas que hacer.
Puse atención.
—Solamente deja que se acostumbre a los cambios y a tu presencia. Si no te quiere hablar, déjala, no fuerces nada. Con todo lo que pasó necesita tiempo.
Esperé algo más pero mi madre, capaz de dar sermones interminables, no agregó nada.
—¿Con el tiempo va a dejar de odiarme? —pregunté escéptico.
—Ella no te odia. Ni siquiera sabe lo que eso significa.
Poco satisfecho me concentré en la merienda y, ante mi actitud, insistió que debía quedarme tranquilo, no hacer nada, dejar que las cosas fluyan por sí solas. Y en algún momento le di lástima por lo que propuso que fuéramos a almorzar un sábado, junto con Iris, y ella se encargaría de traer a mis primos para que estuviera con otros niños y se divirtiera.
—Le va a gustar correr por el jardín. Un departamento es un lugar tristísimo para alguien de su edad.
Tenía que reconocer que ofrecer recibir a la hija de Santiago era algo que nunca había estado en sus planes. A pesar de toda su intención, seguía inseguro con la simpleza del consejo, no era la solución drástica con pasos puntuales a seguir que habría preferido recibir.
Mi padre apareció tomándonos por sorpresa, aunque él tampoco esperaba encontrarme allí. Cuando vio lo que había en la mesa optó por prepararse un café a pesar de la queja de mi mamá.
—Estoy harto del té.
Eso fue lo único que respondió mientras manipulaba una cafetera italiana. Me sentí intimidado de seguir conversando frente a él de un tema tan extraño y una mirada a mi madre fue suficiente para que estuviera de acuerdo en dar por finalizada la charla. Dejé la mesa y fui a su lado a procurarme un poco de café.
***
El consejo de apariencia austero de mi madre era lo único que tenía y me tuve que aferrar a él el siguiente viernes. Así que decidí relajarme y dejar en Iris la responsabilidad de los avances en nuestra amistad. No permití que su falta de respuesta o actitudes evasivas me acomplejaran como solía sucederme. Ese fin de semana no vi mucho cambio, pero tampoco nada empeoró y comencé a creer, en verdad, que era una cuestión de costumbre.
El primer cambió no demoró y fue la pérdida de vergüenza con su padre frente a mí. Yo dejé de ser un impedimento para responder, hablar o pedir cosas. Pero dudaba cuando se trataba de comunicarse conmigo; me miraba, lo pensaba y se hacía rogar por Santiago antes de hablarme.
Finalmente cedió bajo necesidad, al no tener disponible a su padre y no poder lograr encender el televisor por su cuenta, tuvo que recurrir a mí. Siempre esperaba a Santiago si quería algo, nada le era urgente como para solicitar mi asistencia. Pero el día que el televisor no respondió al control, no me pidió ayuda, me la exigió.
—No enciende —se quejó.
Puso el control sobre mi regazo y me miró impaciente por una solución. Disimulando mi sorpresa, acomodé las baterías del control y rogué para que eso lo hiciera funcionar, de lo contrario podría pensar que era mi culpa o que no quería ayudarla. Me siguió atenta, con una ansiedad que pocas veces había visto, hasta que ambos estuvimos frente al televisor y solo cuando encendió pareció calmarse. Luego reclamó el control y pasó a ignorarme. Dada la anormalidad del hecho, decidí probar suerte quedándome con ella y, aunque me miró un par de veces, no hizo mucho caso de mi compañía.
—¿Qué estás buscando?
No paraba de cambiar canales.
—Princesas.