Colores primarios

Capítulo 25

No fue necesario decirle a mi hermano quién era porque Iris se encargó de gritarlo cuando corrió hacia su madre. Julieta volteó a vernos sorprendida por nuestra aparición, dejando su conversación interrumpida. Su expresión era seria incluso mientras saludaba a su hija, en sus ojos se notaba que la charla no había sido muy agradable. Santiago, por su parte, miraba con pena la alegría de su hija al celebrar la inesperada reunión de sus padres porque no era una reunión pero la pequeña no podía notarlo. Julieta dejó la silla para saludarnos, de lejos, con una incomodidad que parecía un reflejo de la que yo también sentía. Gabriel, más que presentarse aclaró quién era, manteniendo el perfil bajo mientras me miraba de reojo.

—Gracias por cuidar de Iris —dijo contemplando a su hija, escapando del contacto visual.

Pero todo se volvió más tenso cuando Iris supo que su madre había ido a recogerla, porque no quería irse, no quería dejar a su padre. Su madre intentó razonar con ella pero fracasó de manera poco sorpresiva, razonar era un protocolo que había que cumplir incluso cuando se sabía que no daría resultados. Santiago intentó intervenir reforzando las palabras de Julieta y en un momento, cuando repitió que no podía acompañarla ni cuidarla por estar "enfermo", corrió hacia mí. Poco amable como era conmigo, tiró de mi brazo con necesidad y lágrimas en los ojos.

—Yo me portó bien y hago caso —me reclamó—. ¡Diles! ¡Diles!

Yo era su última alternativa, esperaba que la respaldara y defendiera su causa. Después de todo lo que había ocurrido me sentí muy mal, la niña no podía hacer algo tan sencillo como estar con la persona que quería, no tenía la oportunidad de decidir. En ese momento pude entender que ella solo podía estar a disposición de las circunstancias, le gustara o no.

—Yo tengo que cuidar a tu papá hasta que se ponga bien. No voy a poder cuidarte.

Me miró traicionada, todo lo que soportó conmigo no le sirvió de nada. Si habíamos hecho algún avance, yo lo acababa de empujar hacia atrás diciendo eso. Y me dolió hacerlo porque la realidad a la que me enfrentaba era que no podía entrometerme en las decisiones de sus padres. No podía intermediar por ella, ni en esa situación ni en ninguna otra.

Lloró pero dejó de luchar y no se negó a seguir a su madre, con un enojo y decepción que no había mostrado en mucho tiempo.

Cuando se fueron, Gabriel me miró preocupado y anunció que iría por un café. Sabía que lo hacía para dejarme solo con Santiago, aunque él parecía creer, por su expresión al salir de la habitación, que discutiríamos por lo sucedido.

Pero no existía ningún motivo para discutir, al menos no de mi parte. Me acerqué a la cama y titubeé al momento de tomar la silla que Julieta dejó. Su presencia me generó emociones que, sin importar cuanto intentaba razonarlas, no se calmaban y mi corazón latía con fuerza bajo un miedo irreal e inexplicable. Ella no podía dejar de existir en la vida de Santiago, no podía desaparecer, ni siquiera podía dejar de ser relevante. Era una irracional mezcla de envidia e inseguridad lo que me provocaba, espontánea y temporal, que luego olvidaba hasta que algo volvía a despertar la sensación. Duraba un momento, cuando se la mencionaba, luego respiraba y todo se acomodaba dentro de mí, pero estando frente a ella la intensidad me desestabilizaba. Odiaba sentir eso.

Me senté y me incliné sobre la cama, intentando acortar la distancia con Santiago, la proximidad aliviaba cualquier pensamiento y sentimiento no deseado. Sus ojos seguían todos mis movimientos, preocupado por las emociones que me costaba disimular, ignorando que esa sola atención ayudaba a sentirme reivindicado.

—¿Te metí en problemas?

Sonrió al escuchar mi pregunta.

—No. —Estiró su mano para tomar la mía—. Solamente fue una conversación triste —resumió sin querer agregar nada más.

Triste podía significar muchas cosas pero no me atreví a cuestionarlo. Él seguía cansado y yo comenzaba a calmarme de toda la agitación. El hospital tampoco me parecía el lugar indicado para hablar de temas delicados que merecían la privacidad e intimidad de nuestra casa. Opté por aprovechar que estábamos solos para besarlo mientras él apretaba mi mano.

—Eres muy bueno conmigo —dijo luego del beso.

Entendía por qué lo decía, no era la primera vez que escuchaba una frase como esa, una disculpa disfrazada de reconocimiento. Aunque no tenía nada por qué disculparse, su intención me hacía sentir mejor. Lo observé con cariño, sabiendo que se preocupaba por el impacto de su vida en la mía.

—Viene incluido en la promesa de no dejar que vuelvas a sentirte solo. Es un combo.

Dejó escapar una pequeña risa y quedamos un momento en silencio. Pero un silencio de los reconfortantes, de los que transmiten sentimientos que no tienen nombre y llenan el alma.

Después fuimos interrumpidos por un médico que pasó a revisar su herida y su estado general. Aproveché la interrupción para buscar a Gabriel pero no necesitó mucha búsqueda, estaba sentado frente a la habitación con un vaso de plástico vacío en su mano. Me miró esperando de mí una reacción que le indicara si las cosas estaban resueltas o se habían complicado. A pesar de la poca sutileza con la que hablaba en circunstancias normales, tenía la empatía suficiente para dejar a un lado su actitud excéntrica si la situación lo requería. Al preguntarle de dónde sacó el café supo que no hubo ninguna discusión, por medio del tono de mi voz y mi tranquilidad entendió que no sufrí ninguna alteración desde que abandonó el cuarto. Así que no demoró en volver a su estado habitual de charla mientras me acompañaba hasta el final del pasillo donde se encontraba la máquina de café.

—Me sorprendió su ex...

—No —interrumpí—. Prefiero que la llames por el nombre.

Me siguió por el pasillo riendo.

—Es muy bonita —retomó—, yo esperaba un 5 o un 6 como mucho.




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