La época de fiestas estaba por acercarse y nosotros no teníamos un árbol de Navidad. Insistí en que debíamos comprar uno, uno pequeño, no solo por el dinero, sino por el poco espacio con el que contábamos. Viviendo solo nunca me llamó la atención algo tan superficial como un adorno para una celebración religiosa en la que no creía, aunque siempre disfruté de sus beneficios como evento familiar. Para mí representaba una excusa, innecesaria a veces, necesaria otras, pero nunca demás, para pulir vínculos. Aprendido a la fuerza de mi madre, que nos obligaba, sin importar los problemas, diferencias o enojos, a no darnos la espalda como familia. Así que no podía ser indiferente a las costumbres navideñas viviendo con la persona que amaba, como expresión y recordatorio del deseo de una unión superior a todo obstáculo. Pero no me animé a darle toda esa explicación a Santiago dada su situación familiar, el rechazo contra el que se enfrentaba ya era amargo por sí solo, no necesitaba palabras que lo ahondaran más.
Acordamos demorar el tradicional armado para el momento en que Iris se encontrara con nosotros. Ella estaba más amigada conmigo y no mandoneaba tanto, al menos no de mala manera. La paciencia rendía frutos. Incluso llegó a mostrar cierto interés en mí un día que quiso saber de qué se trataba mi trabajo. Eran detalles pequeños que me llenaban de tranquilidad, ya no había peligro bajo su mirada, sus celos eran solo celos y no el odio del pasado.
Cuando supo que armaría el árbol de Navidad se puso contenta y le dio gracia el tamaño del mismo porque estaba acostumbrada a los altos como una persona, según su descripción. A pesar de no haber sido planeado, ese detalle permitía que lo pudiera armar sin ayuda, generándole un entusiasmo sin igual. Nos sentamos a verla porque no podíamos participar, decretó que era suyo por ser de su altura y por tal motivo ella era la única que podía decorarlo. A nosotros se nos permitía alcanzarle las cosas y nada más.
—Quedaría mejor si separas las estrellas —aconsejó Santiago ante un amontonamiento de adornos.
—No, no entiendes cómo se hace.
Tampoco podíamos opinar.
No era el árbol navideño más bonito pero su desorden, amontonamientos y desequilibrio en la distribución de adornos, nos representaba.
Iris se veía feliz y Santiago estaba igual de reluciente, en uno de esos momentos donde la tristeza parecía nunca haber existido en sus vidas, de a poco esa visión comenzó a conmoverme más de lo que podía disimular así que hui a la cocina con la excusa de preparar café.
Habían pasado un par semanas desde su operación y en ningún momento dejó de mostrarse animado. Estaba seguro que la aparición de sus padres lo afectaría de mala manera pero terminó convirtiéndose en otro impulso, uno que lo alejaba más de las cosas que lo entristecían. Como si ellos, o su actitud, representaran todo lo que deseaba que desapareciera de su vida. Me sorprendía su determinación, que él no veía como tal, no veía que sus inseguridades no lo detenían, solo veía la inseguridad contra la que luchaba. Después de tantos años sin poder aceptarse, viviendo una mentira que se convertía en una bola de nieve cada vez más grande, decidir cambiar a costa de todo demostraba que valor no le faltaba. Cumplió con su propósito de empezar terapia porque no se andaba con vueltas, no se detendría por nada.
Santiago me sorprendió revolviendo el paquete de café con el que me distraje.
—¿Y el café?
No había preparado nada. Me abrazó por la espalda.
—El árbol está quedando horrible —dijo riendo.
—Me gusta cómo está quedando.
Sin que me soltara, logré dejar la cafetera lista.
—¿Qué quieres para Navidad?
—Nada. Ya tengo todo lo que quiero.
Me besó detrás de la oreja.
—Pero si estás bondadoso tengo un par de libros en vista.
Escuché su risa ahogada mientras me liberaba para ocuparse de buscar tazas.
Cuando Iris terminó de decorar el árbol no se separó del mismo, se sentó en el piso y su cabeza iba de la película que veía en la televisión al árbol todo el tiempo. Estaba orgullosa de su creación.
Me quedé acompañándola, atraído por la película que veía, una de Disney que también vi cuando era chico, que se me hacía más nostálgica que graciosa. Nunca se presentaban motivos para que dedicara tiempo a hacer algo como eso y, mientras Santiago se ocupaba de la cena, me recosté en el sillón asombrado de lo rápido que transcurrían los años. A mitad de la película, Iris se ocupó de algún detalle del árbol.
—¿Qué vas a pedirle a Papá Noel?
Siguió acomodando algo que solo ella podía considerar como mejorable en el gran caos de adornos.
—Un celular —respondió con seriedad—. Para hablar con papá y mandarle fotos y vídeos.
Sus palabras me generaron una presión en el pecho, alguien de su edad debería estar pensando en juguetes y en cosas más insignificantes, pero ella ya tenía preocupaciones. Se dio vuelta a verme.
—¿Tú qué le vas a pedir?
—Un libro.
Se acercó frunciendo el ceño, desaprobando mi respuesta.
—¿Un libro? Que aburrido —acusó con exageración.
—Soy un poco aburrido.
—Un poco —confirmó—. Pero igual te va a traer regalo.
Sonreí ante el extraño conjunto de palabras.
—Gracias.
Quiso darme una especie de palmadita en la cabeza pero con el gesto de quien toca algo sucio. Que me demostrara lástima era nuevo.
Siguió buscando qué más arreglar en su árbol dejando atrás la conversación e ignorando la presencia de su padre que seguía todo con atención. La miraba con ese cariño penoso que le provocaba a veces, la idea del celular no parecía ser una novedad para él. Pero cambió su expresión para dar aviso de la cena.
***
Con motivo de las fiestas que se acercaban, mi madre nos citó a mi hermano y a mí para definir cosas, según ella. Cosas que podría hacer por mensaje pero se negaba a tal informalidad. Entonces nos sentamos a escuchar cómo se quejaba de tener que organizar todo hasta que anunció que nos quería ahí para Navidad porque era la celebración más familiar, además de confirmar si estaríamos también para Año Nuevo. Gabriel no demoró un segundo en alterar la inútil reunión.