Cuando desperté vi a Santiago sentado en la cama leyendo los mensajes que recibió el día anterior. Acaricié su espalda como aviso de que estaba despierto y volteó a verme, estaba serio pero no afligido. De golpe vino a mi mente el momento, tiempo atrás, en el que Gabriel había dicho que me estaba acostumbrando a ser lastimado. Para él iba a ser igual. Volvió a recostarse a mi lado abrazándome con una tranquilidad que me angustiaba.
—¿Puedo leer los mensajes?
Pensé que sería más fácil de esa manera, para saber qué pasaba sin tener que forzarlo a contarme los detalles. Puso su celular sobre mí y lo dejó a mi completa disposición. Los mensajes eran una mezcla de cosas apenas claras, que parecían repetir las palabras que fueron dichas en la puerta del centro de diagnóstico. Su hermana se lamentaba por la situación en la que Santiago se encontraba y también lamentaba no dar con la solución del problema familiar. Pero el discurso se volvía confuso cuando intentaba razonar la negación de los padres, como si hablara de niños que no podían entender algo complejo y fueran ellos los necesitados de comprensión. En pocas palabras, le pedía que fuera él quien se apiadara. Iris era mencionada incontables veces y daba la sensación de que la falta de contacto con ella era la preocupación principal y el motivo que impulsaba el insistente pedido de indulgencia. Era muy extraño y me costaba entender la actitud de cada miembro de esa familia.
Dejé el celular y acaricié su brazo que me rodeaba, los mensajes me dejaron una sensación de amarga decepción.
—Todo se va a arreglar —dije con más pena que convicción.
—Algún día —murmuró—, pero no importa ahora.
Besó mi sien ajustando el abrazo.
Un escándalo de niños en el pasillo y mi madre golpeando la puerta nos obligó a levantarnos. Era casi mediodía así que el desayuno se convirtió en un brunch muy pesado con comida del día anterior. Las caras de sueño estaba en todos menos en mis primos que corrían en el patio, pero de a poco, con café y comida, nos fuimos despabilando. En medio del murmullo mi abuela nos miró a Santiago y a mí con confusión.
—¿Ustedes están casados?
Demasiado temprano para reaccionar de forma adecuada, solo mi padre a su lado pudo aclararle la situación.
—No lo están. Viven juntos.
Santiago me miró para cerciorarse de que todo estaba bien.
—Me voy a morir y no voy a ver a ningún nieto casándose —se quejó mi abuela.
En un caso como ese, Gabriel rompería en carcajadas pero no quiso llamar la atención después de haber recibido insinuaciones como esas en la cena, así que el incidente no pasó a la categoría de gracioso quedándose solo como incómodo. Mi tía se ocupó de hacer el esfuerzo por cambiar de tema, distraer y hacer desaparecer el pensamiento.
Todo continuó pero yo me quedé pensando en mi tía, que mucho no le agradaba tener un sobrino gay pero allí estaba, compartiendo con la familia sin mucho de qué quejarse. El tema se tocó alguna vez con mis padres, en un momento donde su actitud me había cansado y reclamé que la siguieran invitando. Porque al comienzo sus gestos no eran nada disimulados. Y mi madre me había dicho algo inesperado: "mientras ella se comporte, voy a seguir invitándola para que vea que no hay nada malo con mi hijo". Fue una de las pocas veces que su manera de ver las cosas no me pareció exagerada o absurda. Mi tía terminó adaptándose, a falta de mejor palabra. De vez en cuando se le escapaba alguna expresión pero para mí ya era parte de ella ser así, y no era más grave que los suspiros dramáticos de mi madre.
Y allí seguía, sentada en la mesa con toda la familia, como siempre que nos reuníamos, sin rechazo aparente hacía mí. No pude sacarme la impresión del hecho de la cabeza y tuve una idea, al fin, de lo que podía hacer para ayudar a Santiago.
Después de la comida y de ayudar a acomodar, la mayoría decidimos que era hora de partir. En el trayecto a casa traté de pensar cómo compartir la idea y para cuando llegamos seguía dudando. Estábamos cansados a pesar de haber dormido hasta el mediodía pero resistimos el sueño para no desacomodar nuestro horario. Tuvimos una cena pequeña y liviana, apenas una ensalada. El celular no volvió a sonar con ningún nuevo mensaje, él tampoco le dedicó una segunda mirada a los que no planeaba responder. Revolví mi comida, no quería dejar pasar el momento.
—Estaba pensando en los mensajes de tu hermana. —Me miró confundido—. Extraña mucho a Iris y se preocupa por no poder verla —empecé a plantear de a poco, su expresión no cambió—. Y, teniendo en cuenta que con tus hermanas no tienes tanto problema, se me ocurrió que podrías invitarlas para que puedan ver a Iris —traté de sonar abierto y comprensivo.
Negó con la cabeza, como si no creyera lo que acababa de escuchar, molesto de repente, y siguió comiendo negándose a responder.
—Estoy seguro que ellas aceptarían venir —insistí.
Ni siquiera levantó la mirada. No me sorprendía mucho, no quería hablar de eso, mucho menos discutirlo, su silencio era la advertencia. Aunque yo no quería tener una discusión por algo tan absurdo tampoco podía andar repitiendo la hazaña de proponer ideas incompletas y fastidiarlo cada vez.
—Bueno, ser sutil no me sirvió —anuncié cambiando a un tono más casual, lo que llamó su atención—. La idea es esta: se me ocurrió que pueden venir tus hermanas, bajo la condición de no mencionar a tus padres, para darles una herramienta con que defenderte. Claro que ellas no van a saberlo.
Quedó algo sorprendido por mis palabras.
—No entiendo de qué estás hablando.
—Si ellas vienen, no solo van a poder ver que Iris está bien, van a ver que tú estás bien y que no hay nada malo con tu nueva vida. Y es más probable que de esa forma les sea más fácil defenderte ante tus padres. —La sorpresa se convertía en desconfianza a medida que yo continuaba explayándome—. Además, cuando tus padres se enteren que tus hermanas pudieron ver a Iris, van a empezar a entender mejor que tienen que comportarse si quieren la misma oportunidad.