Comandando Mi Destino (versión corta)

Capítulo 1

Alexander Marroquín

31 de diciembre de 1993

Desde hacía varios meses, su padre, el comandante militar Carlos Marroquín, a cargo de tres pelotones especializados, lo había amenazado con meterlo a la milicia si no lograba comportarse como era debido. Alexander tenía veinte años y estudiaba Leyes en la ciudad de México, pero sus calificaciones eran bajas y le encantaba salir de fiesta y llegar en un deprimente estado de ebriedad a su casa. Como era hijo de alguien respetable, nadie le decía nada y mucho menos en la universidad, puesto que sus padres se hacían cargo de solucionarlo con dinero de por medio, hasta que una calurosa noche de verano, rebasó la paciencia de su padre. Alexander iba ebrio, conduciendo su nuevo coche y con sus amigos, acababan de salir de una discoteca y se estrelló sin miramientos en un local de comida callejera nocturna tras quedarse dormido. Hubo seis heridos y dos muertos. Uno de los finados fue su novia, a quien no amaba, pero estimaba y que terminó con su vida por culpa del alcohol. Y ni si quiera las influencias de sus padres lo salvaron de estar en prisión dos meses y pagar la indemnización de los demás afectados. Tuvo suerte de que no fuera una condena mayor.

—¡Ya es suficiente! —le había gritado su padre con una vena palpitándole en la frente—te irás conmigo a la milicia, te guste o no, Alexander. ¡Es el maldito colmo!

Y siendo así, en septiembre, fue reclutado con más soldados rasos, sufriendo la agonía de levantarse temprano, ejercitarse y aprender a usar armas y a pelear; sin ningún tipo de consideración por ser su hijo, sino todo lo contrario. Lo discriminaban. Él no entendía por qué se preparaban para una guerra ficticia. Ya no había nada por lo cual pelear a muerte.

—Te equivocas—le replicó uno de sus compañeros, Santiago, que era de los pocos, por no decir el único, que no lo molestaba—nos están entrenando para la posible rebelión zapatista en Chiapas.

—¿Rebelión zapatista? ¿Qué demonios es eso? —Alexander rio ante ese nombre tan absurdo.

—No te rías. El nombre real de ellos es Ejército Zapatista de Liberación Nacional, sus siglas son EZLN y todos son indígenas, liderados por un subcomandante, que nadie conoce su identidad porque usa un nombre falso y tiene un pasamontaña en la cabeza. Solo sabemos que sus ojos verdes y no es originario de Chiapas. Es del norte.

—Pero debe tener un nombre, ¿no?

—Se hace llamar Manuel—susurró con cautela—El subcomandante Manuel.

—¿Y cuál es el punto de la supuesta rebelión?

—Son indígenas que quieres recuperar su territorio a punta de balazos y machetazos.

—¿Y nuestro objetivo es…? —arqueó una ceja.

—Detenerlos y evitar que se derrame sangre inocente.

A partir de ese día, Alexander encontró en Santiago a un buen amigo en quien confiar.  

Ahora, meses más tarde, el 31 de diciembre, se hallaban llegando en convoy hasta San Cristóbal de las Casas, en donde se rumoraba que sería el levantamiento de armas en contra del palacio municipal. Iniciando el año nuevo de 1994 con una estúpida guerra de indígenas, ¿Por qué no solo continuaban existiendo en las montañas, rodeados de animales y flores, y oliendo a leña?

—Debemos reconocer que este pueblo es mágico, ¡Mira su estructura! —dijo Santiago, observando con excitación las calles empedradas—un lugar al que sí vendría a pasar una temporada en compañía de alguna chica.

—Habla por ti—Alexander arrugó la nariz al pasar cerca de un grupo de indígenas riéndose en la acera de la calle y hablando en su dialecto, con las miradas fijas en ellos—yo no me fío de esta gente.

El convoy se detuvo justo en el palacio municipal y comenzaron a descender para preparar el campamento a su alrededor. Las personas que aun rondaban por las calles, pese a ser víspera de año nuevo, miraban con curiosidad a los militares. Faltaban dos horas para el año nuevo y Alexander extrañaba su cama. Hasta eso, únicamente fueron enviados los soldados rasos, es decir, los de menor categoría. Su padre continuaba en ciudad de México. Técnicamente los de su rango, eran enviados como conejillos de indias. Era más que obvio que los miembros de la rebelión ya sabían de su presencia allí.

—Esto no me gusta nada—observó Alexander, escudriñando a su alrededor. Los demás yacían charlando animadamente y poniendo las tiendas de campaña, mandando a segundo plano sus armas. Él no tenía la suya y tenía que ir por ella hasta el vehículo especial—ahora de verdad sí creo que habrá un ataque. Percibo miradas en la lejanía, deberíamos conseguir nuestras armas, Santiago.

—Cálmate. Mañana vendrá el pelotón especializado y se hará cargo. Nosotros haremos guardia nada más—lo tranquilizó su amigo, doblando algunas sábanas.

Alexander tragó saliva y verificó su revólver y las balas. Estaban todas. Al menos podría defenderse de un par de indígenas en el acto. La guardó en su bolsillo más próximo a su mano por cualquier cosa. No se sentía seguro a merced de esas personas. Estaban en su territorio.

En cuanto terminaron de asentarse, encendieron una fogata en la que se calentaron y prepararon café y bocadillos. El único que no disfrutó de la tranquilidad del momento fue Alexander. Incluso él mismo se preguntó si estaba siendo paranoico, pero podía jurar haber visto sombras humanoides en las calles cercanas, ocultándose en las casas.




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