Comandando Mi Destino (versión corta)

Capítulo 2

Eluney Tizatl

1 de enero de 1994

¿Cómo era posible que sus padres le hubiesen ocultado una rebelión indígena tan grotesca? Y, por si fuera poco, un matrimonio, si es que se podía llamar así, ya que fue vendida vilmente por unas cabras a un hombre mucho mayor que ella. Agradeció a Dios que Horacio Méndez estuviera más ocupado por el ataque al palacio municipal de San Cristóbal de las Casas que de ella, de lo contrario, la habría llevado lejos de su familia y obligado a pasar la noche con él y comenzar a darle hijos. Se horrorizó de solo imaginar estar con ese despreciable hombre sanguinario. Ya era año nuevo y tanto Horacio como su padre y los vecinos varones, yacían emprendiendo la marcha para reunirse y dar inicio a la guerra entre indígenas y el gobierno.

—¿No crees que es muy extremista todo esto, mamá? —le preguntó con incertidumbre. Su padre no sabía utilizar un arma, solo machetes y a juzgar por los militares entrenados, había altas posibilidades de no salir ileso.

—Tenemos que recuperar lo que nos pertenece, Eluney. El gobierno jamás nos ha tomado en cuenta por ser indígenas y si solamente de esta manera nos hacemos notar, lo haremos.

—¿Y por qué no me dejaste ir a luchar también?

—Porque eres mujer. Solo los hombres tienen la fuerza necesaria para defenderse, nosotras seríamos una carga para ellos.

Eluney puso los ojos en blanco. Incluso en su núcleo familiar había discriminación y machismo en su máximo esplendor. Por pura suerte, ella aprendió a leer y escribir a escondidas, gracias al señor Emiliano Gómez, un maestro de telesecundaria jubilado que se acercó a la chica cuando tenía unos diez años mientras vendía en los andadores y le regaló un libro. Cada tarde, le dedicaba una hora para aprender, hasta que el año pasado, el maestro falleció a causa de un infarto. Eluney le lloró a escondidas porque logró hacerle un bien. Sus padres jamás se enteraron y no tenían idea de que su hija sabía leer y escribir a la perfección. Sin mencionar que ese honorable hombre, le enseñó a hablar español en su totalidad. Eluney sabía leer y escribir tanto en español como en tzotzil.

Media hora después de la medianoche, escucharon a muchos hombres gritar de satisfacción tras correr a unirse a la masacre de manera tardía.

—¡Vamos! —gritaban desde afuera. Eluney se asomó a la ventana y los observó correr y desaparecer por el monte hasta salir a la carretera. Contó alrededor de cincuenta almas y por lo que tenía entendido, los dieciocho municipios de Los Altos se habían unido a esa guerra.

—¡Me gustaría poder ayudar! —se quejó Eluney.

—Toma—le dijo su madre. Ella volvió el rostro a ella y vio como sujetaba un morral pesado—llévate esto a San Cristóbal y busca a Horacio y a tu padre. Si necesitan ayuda en algo, usa estos remedios caseros con plantas medicinales.

—Pero todavía mis conocimientos médicos no son buenos, mamá.

—Sé qué has aprendido lo necesario—repuso su madre—la curandera dijo que podías incluso ser su reemplazo, ahora ve.

No lo pensó dos veces y echó a correr rumbo a la lucha. Tardó cerca de cuarenta minutos en llegar. Eran casi las dos de la mañana y había disparos, casas incendiándose y muchos gritos de miedo. Los encapuchados volteaban a verla y seguían su camino para continuar atacando. Había saqueadores por todas partes, personas que probablemente ni si quiera formaban parte de la rebelión, pero se habían unido para robar. Buscó desesperadamente algún indicio de su padre y de Horacio, y todo fue sin éxito. A decir verdad, y que Dios la perdonase, ella deseaba que su “prometido” fuera asesinado y ya no tener por qué lidiar con su matrimonio forzado. Se acercó lo suficiente hasta el palacio nacional, donde reinaba el caos supremo. Gritos, balazos, sangre esparcida y un sinfín de cadáveres de policías en cada esquina. Los vehículos militares estaban hechos pedazos, debido a las bombas molotov y los soldados se hallaba acorralados en la entrada del palacio. Por lo poco que podía alcanzar a distinguir, no eran más que jóvenes unos años mayores que ella. Muchachos inexpertos en medio de una guerra que no les correspondía. Divisó a uno de ellos agonizando en el suelo y su compañero trataba inútilmente de socorrerlo, y al mismo tiempo, atacaba con disparos al azar. Debajo del herido se iba haciendo más y más grande el charco de sangre. Eluney se resguardó detrás de un bote de basura para seguir observando al soldado herido, quien, con todas sus fuerzas, se vio obligado a levantarse para ser movido por su amigo a un sitio menos riesgoso. Ella se quedó inmóvil, sin dejar de parpadear. Había visto rostros masculinos muy hermosos gracias a los turistas, pero nunca como el de ese soldado joven, que debía ser solo unos tres años mayor. Tenía el cabello parecido al color de la tierra seca y se formaba leves ondas a cada lado de su frente, era ondulado. Algo inusual para Eluney, puesto que la mayoría de su gente, tenían el cabello lacio y muy negro. A pesar de que estaba oscuro, alcanzó a notar que los ojos de ese soldado tampoco eran como los suyos, color ébano, sino más claros. Difícilmente podía distinguirlo.

—¡Necesitamos un maldito doctor! —gritó el amigo del soldado guapo, sacando a Eluney del ensimismamiento.

—¡Hemos perdido a más de la mitad de los pelotones! —gritó otro a su costado, quien no dejaba de disparar a los rebeldes.

—¿A qué hora van a enviar más refuerzos? ¡Nosotros no podremos contenerlos! —vociferó el amigo del soldado a quien ella miró atractivo.




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