Come, perro

V

Su pensamiento se aglutinó en una de las remembranzas de aquellos tiempos tan difíciles. Parecía que ya no dolía el recuerdo; parecía que había sido una eternidad atrás. El apuesto y joven oficial de policía, alto y con unas patillas más largas de lo habitual, le preguntó, escrutando el pretil de la puerta, bajo sus oscuras gafas de sol, mientras ella se observaba, asustada y llorosa, si todo estaba bien. Ya era una situación de rigor el que varios policías visitasen con frecuencia su puerta, intentando constatar las denuncias de los vecinos.

— ¿Se encuentra usted bien, señora Campbell?

— Sí, sí, estoy bien. Solo he tenido una caída en el baño. Resbalé y me he golpeado, eso es todo. — justificando una vez más el ataque de su marido.

— Eso no fue lo que dijeron sus vecinos. — atinó el oficial.

— No importa lo que ellos digan, oficial. Mi mujer resbaló y cayó. Eso es todo. No hay nada más qué decir al respecto. — interrumpió Samuel.

De inmediato supo que, de no haber tomado la decisión correcta, habría sido demasiado tarde. Seguro habría muerto en algún momento porque Samuel no medía su fuerza contra ella y poco le importaba su bienestar físico. Tomó tiempo armarse de valor y separarse del yugo marital. La frase: «lo que Dios ha unido, no lo separe ningún hombre» tuvo un matiz muy distinto en su matrimonio, hasta que ella así lo quiso.




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