Come, perro

VI

En lo más profundo de su ser supo que si cometía apenas un error, supondría su fin. Así que cronometró los tiempos y calculó las acciones. El día que apareció Samuel se fingió asustada. Justo lo que su marido esperaba. Una víctima acorralada que tendría su merecido, pues la memoria vengativa de su marido había creado una serie de fantasías de lo que le haría.

— ¿Pensaste que me quedaría pudriendo en esa maldita cárcel? Eres una ilusa, Diana. No has aprendido nada en mucho tiempo. Ahora vas a ver lo que es bueno, luego me encargaré de la pequeña bastarda; solo es cuestión de tiempo.

Samuel no percibió que algo había cambiado en su antigua mujer. Era distinta.

— Ve a la habitación y desnúdate. — continuaba Samuel. — Eso sí, prepárate como me gusta porque hoy me vas a recordar como nunca. ¿No dices nada?

— ¿Qué quieres que te diga? No tengo nada qué decir. — respondía tranquilamente Diana.

— Me parece bien. Esa zorra de Culler y tú pretendieron arruinarme y ahora les devolveré el favor. Ella también tendrá lo suyo en su momento.

Pronto, arrojó el cigarrillo encendido contra Diana y se rió a carcajadas. La serena mujer apenas se movió como en tiempos atrás. De pronto, Samuel observó la botella de su vino favorito sobre la alacena y dirigiéndose a ella señaló:

— Algunas cosas no cambian, Diana. Todavía recuerdas mi bebida favorita; un verdadero detalle.

Se sirvió una copa y lo bebió de inmediato. El licor le produjo cierto escozor pero no le prestó mucha atención. Arrojó la copa contra la pared como en otros tiempos y le tomó el rostro a la incólume mujer.

 — Anda, obedece. Te quiero ahora.

Diana se levantó y se acercó a la puerta de la habitación. De repente algo cambió en ella y, volteándose, le arrojó con desdén esta frase:

— ¿Sabes que tienes razón, Samuel?

— ¿A qué te refieres, perra? — dijo de manera ofuscada.

— Algunas cosas no cambian. Quizás somos muy predecibles. – decía Diana, mientras se acercaba lentamente al fornido hombre, sin temor alguno y con su mirada clavada de manera perpetua en él.

— ¡No sé de qué hablas! — De inmediato la abofeteó. — ¡cállate de una vez! Nunca me ha importado nada de lo que dices.

Diana sintió cómo se había partido su labio superior pero no se movió. Sabía que en breve tendría lo que quería.

— Me siento extraño, no sé qué me pasa. — decía agitado Samuel.

— Deberías descansar. — continuaba Diana mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

— ¡He dicho que te calles! — gritó Samuel.

Intentó golpearla de nuevo, pero cayó de manera estrepitosa. Sus ojos se mantenían en letargo total y su cuerpo no respondía en absoluto.

— Mejor me callo. Ya tendrás tiempo para escucharme. — susurraba Diana en el oído de Samuel.

Horas después, Samuel despertaba en una extraña habitación atado de manos y pies, completamente desnudo. Intentó gritar y no pudo, sus labios habían sido sellados. Un par de puntadas en la boca y el secreto estaría sepultado para siempre. Había bastado un cuarto oscuro con pequeños orificios para que sirvieran de testigo a su nueva vida; jamás debió forzar el amor pues resulta algo despreciable. Diana abrió la puerta de la habitación, los goznes chirriaron mientras la luz, cansina y noctámbula, embarazaba el lugar. Ingresó con una par de objetos quirúrgicos y metálicos. Apenas era el inicio de lo que le esperaba. Entonces, la lacerante voz de Diana exclamó:

— Eres un perro, Samuel; ahora eres mi perro. Así que, desde ahora, te comportarás como tal. ¿Sabes qué es lo primero que se hace con un animal que se quiere domesticar para que no sienta instinto carnal y sea menos violento? Ah, es cierto, no puedes hablar. — decía con sarcasmo Diana. —  Bueno, te lo diré al oído. Hay que castrarlo y eso haré en este momento. Al igual que lo hice con tus amigotes. Entonces, comencemos. — agregaba con cierta satisfacción y crueldad.

Los gritos de Samuel estaban ahogados e instantes después no importaban. Samuel sintió en carne propia lo que era el dolor de su masculinidad lacerada.




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