En un pequeño y polvoriento pueblo llamado Belén, en una noche clara y estrellada, la promesa de una esperanza eterna estaba a punto de cumplirse. Las calles de la ciudad, normalmente tranquilas, se llenaban de murmullos y susurros. Los viajeros de tierras lejanas habían llegado para cumplir con el censo decretado por el emperador romano.
María, una joven de corazón puro y fe inquebrantable, se encontraba junto a su esposo José. Ambos buscaban desesperadamente un lugar donde pasar la noche, ya que todos los albergues estaban llenos. Finalmente, un amable posadero les ofreció su establo. Aunque no era un lugar ideal, ofrecía refugio del frío y la oscuridad.
Esa noche, en la serenidad del establo, rodeados de animales mansos, María dio a luz a un niño. No era un niño cualquiera, sino el hijo de Dios, el Salvador del mundo. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, que se convirtió en el trono de su humilde majestad.
Mientras tanto, en los campos cercanos, unos pastores vigilaban sus rebaños. De repente, una brillante luz los envolvió y un ángel del Señor se apareció ante ellos. Con una voz melodiosa y celestial, el ángel les anunció la buena nueva:
"No temáis, porque he aquí os traigo buenas nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor."
Los pastores, llenos de asombro y alegría, decidieron ir inmediatamente a Belén para ver al recién nacido. Guiados por la luz de una estrella brillante, encontraron al niño en el establo, tal como el ángel les había dicho. Al contemplar su rostro, sintieron una paz indescriptible y un amor que sólo podía venir del cielo.
Y así, en la humildad de un pesebre y bajo la luz de una estrella, comenzó una historia que cambiaría para siempre el curso de la humanidad. El nacimiento de Jesús no solo marcó el inicio de una nueva era, sino también la manifestación del amor divino en la Tierra.
Editado: 07.12.2024