Un Audi E-Tron gris pizarra, con sus cristales polarizados ocultando el interior como una mirada de gafas de sol, se deslizaba con un zumbido casi fantasmal por la avenida. En el interior, era una burbuja de aire acondicionado y cuero impecable, la canción que sonaba por los parlantes de alta fidelidad no era un estruendo, sino un tapiz sonoro tejido con los bajos profundos que acariciaban los oídos y los agudos cristalinos.
Los dedos del conductor—pequeños y cuidados—golpeaban ligeramente la costura de cuero del volante, marcando el compás. Su mirada, en cambio, era un radar sereno y constante, barrerando los retrovisores, calculando distancias, y anticipando el movimiento errático de los demás.
A ambos lados, la acera hervía con el hormigueo matutino. Oficinistas con tazas de café como escudos, mensajeros escurridizos y grupos de estudiantes se movilizaban en un río humano. La mayoría de los conductores en la calle mantenían una distancia prudente, una coreografía urbana de supervivencia. Claro que siempre estaban los otros. El conductor del Audi esbozó una mueca casi imperceptible—un leve fruncimiento del labio superior—al ver a un hombre en el carril contiguo, con el teléfono pegado a la oreja y la mirada perdida en el vacío, cuyo coche oscilaba con peligrosa indecisión.
Las persianas metálicas de las tiendas subían con un estrépito de láminas, desvelando escaparates. Mientras, tras los ventanales ahumados de los restaurantes de alto nivel, se veía el ballet de camareros con delantales impecables alistando mesas, puliendo copas que atrapaban el primer destello del sol.
El corazón de la ciudad latía con fuerza, y otro día más comenzaba su implacable rutina.
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El Audi E-Tron de la empresa giró con un susurro hacia una calle de tráfico más calmado, deteniéndose ante un rascacielos que no buscaba la altura, sino la imposición de su presencia. El edificio, bautizado como AXIS TOWER, era una columna de vidrio ahumado y acero oscuro, con un diseño audazmente asimétrico que le confería el filo cortante de una punta de lanza. En lo alto, justo donde el sol mañanero incendiaba su cresta, una línea de luz blanca esculpía el nombre de la corporación en elegantes mayúsculas: A E G I S.
Evelyn apagó el motor y un silencio denso y repentino llenó el habitáculo. Sus ojos, fríos y evaluadores, se encontraron con los de su reflejo en el retrovisor —el de ella se había quedado en casa— y, al encontrar solo la máscara impecable de la asistente, empujó la puerta, con su bolsa en la otra mano.
El aire frío y metálico de la mañana le mordió los tobillos desnudos, contrastando con la burbuja climatizada del coche.
Aprovechando el impulso para salir, se ajustó el cuello del traje pantalón de azul cobalto, y una sensación de poder —familiar y bienvenida— le recorrió la espalda al notar el tejido de alta calidad deslizándose sobre sus hombros. Sus tacones stiletto negros hicieron clic-clac contra el pavimento, un sonido seco y autoritario que anunciaba su llegada mientras caminaba hacia el vestíbulo con confianza y una sonrisa que emanaba de ella como un campo de fuerza.
El lobby de AEGIS era una catedral laica del poder: mármol blanco y negro tan pulido que reflejaba las siluetas como un espejo, y una pared entera de pantallas que mostraban los latidos febriles de los mercados globales en un zumbido hipnótico. La recepcionista, Sarah, esbozó una sonrisa genuina, un lujo de respeto que no dispensaba con todos los ejecutivos.
—Buenos días, Evelyn. ¿El Sr. Thorne ha dormido bien esta noche? —la pregunta, formulada con una entonación deliberada, flotó en el aire entre ellas. Evelyn congeló su avance por una fracción de segundo, y fue suficiente. Sarah supo que su pregunta había sido respondida. El rostro de la asistente, de facciones fuertes y un aire de eficiencia marcial, se suavizó por un instante; la tensión se esfumó de alrededor de sus penetrantes ojos miel, revelando a la amiga bajo la armadura.
—No lo sé, Sarah —respondió Evelyn, con una voz baja y relajada que, sin embargo, delataba los bordes ásperos de quien ha recobrado la vida tras una larga batalla laboral por años.
—No lo sé. Avísale al equipo legal y a recursos humanos que estén en la sala de conferencias Delta en diez minutos. Y por favor, consígueme un espresso triple. Ya sabes cómo.
Mientras se giraba hacia los ascensores privados, su silueta recortada contra el mármol parecía absorber la luz.
—Oye… —la voz de Sarah la detuvo—. Pensaba ir a almorzar al restaurante nuevo de enfrente. ¿Vienes?
Evelyn se volvió, sin un atisbo de irritación, y dirigió a su mejor amiga en el trabajo una mirada de genuino pesar.
—Lo dudo. El monstruo de mi bandeja de entrada me exige sacrificios, y es probable que tenga que salir con el Sr. Thorne —negó con la cabeza, casi imperceptiblemento—. Lo siento
Sarah se limitó a observarla, y un suspiro cargado de comprensión se escapó de sus labios antes de hacerle una seña con la mano para que se fuera. Una sonrisa juguetona, un destello fugaz de la verdadera Evelyn, iluminó el rostro de la asistente antes de darse la vuelta para reanudar su marcha hacia la guerra.
El ascensor, una cápsula de acero pulido, se detuvo frente a ella con un suave ding. Evelyn pulsó el botón de la última planta y se introdujo en su interior. Durante el ascenso, la cabina se llenó y luego se fue vaciando en un ritual silencioso. Nadie más se dirigió al último piso —un privilegio reservado a ella, su jefe, y los pocos elegidos que Julian Thorne llamaba a su presencia o la propia Evelyn—. Los viajeros, una mezcla de colegas ambiciosos y directivos de rango medio, se despedían con sonrisas forzadas y deseos de un "buen día" que sonaban a fórmula vacía. Evelyn asentía con una inclinación de cabeza profesional, un gesto automático que devolvía el respeto sin conceder confianza.
Finalmente, las puertas se abrieron en el sanctasanctórum de AEGIS. Evelyn tomó un pasillo a la izquierda, flanqueado por paredes de un color neutro y frío, hasta detenerse ante una puerta de madera oscura con su nombre grabado en un placas de latón pulido: Evelyn Reed, Asistente Ejecutiva Senior. A un costado, separada solo por un muro, yacía la oficina de Julian Thorne. Aún desde fuera, se podía sentir el mismo aura de pulcritud absoluta, una limpieza casi agresiva que emanaba de ambos espacios.