—¡Jajajaja! ~Espéra, espéra un momento...~ ¿Qué fue lo que dijiste? —la carcajada de Leo Maxwell retumbó dentro del Bentley Flying Spur híbrido, de un azul medianoche tan oscuro que casi parecía negro.
Al volante, con una mano despreocupada, su imagen era la antítesis perfecta de la del hombre que iba en el asiento trasero. Vestía con una elegancia casual impecable: un blazer italiano azul oscuro sobre una camiseta negra de algodón fino, pantalones de lino blanco roto que se remangaban sobre los tobillos y unas zapatillas de piel blanca sin un solo logo. Hasta su peinado, un desaliño estudiado que parecía capturar su esencia misma, gritaba despreocupación.
Sus ojos de un verde oliva y sus facciones, atractivas pero más suaves y menos talladas que las de su mejor amigo, le conferían un aire encantador y accesible. Nada que ver con la aura de autoridad glacial que emanaba Julian Thorne, quien, en el asiento trasero, miraba fijamente al suelo del vehículo.
Allí, Julian permanecía en silencio, con los puños cerrados y apoyados en la baza, las manos ocultando la línea severa de su barbilla. Era la imagen viva de la concentración... o de la perturbación.
Un suspiro profundo, cargado de un cansancio que nada tenía que ver con la hora matutina, se escapó por fin de sus labios. Y entonces, respondió a la pregunta burlona de su amigo.
—Que me gusta una mujer... —La confesión escapó de sus labios como un suspiro, y con ella, Julian liberó parte de la tensión de sus hombros. No era que el estrés lo abandonara, sino que cambiaba de forma, se transformaba en otra cosa. Se recostó en el asiento de cuero y clavó la mirada en el techo del Bentley, como si en los finos hilos de la luz pudiera verla.
Evelyn.
Esa mujer menuda de cabello azabache y ojos miel había irrumpido en su vida hacía exactamente tres años. Y cuando la vio por primera vez, no hubo un rayo, ni una explosión. Solo... un click. Un ajuste silencioso en la mecánica de su mundo. Sintió el supuesto flechazo, una punzada absurda y primaria que hasta entonces creía un invento de las malas novelas de su madre.
Su anterior asistente había renunciado, quebrantado por la carga. Para Julian, había sido un espécimen de voluntad débil, y no derramó una sola lágrima corporativa por su partida. Simplemente ordenó a Recursos Humanos que encontraran un reemplazo. Alguien con la fibra para aguantar los golpes.
Y entonces empezó el problema. El anuncio del puesto vacante parecía llevar impresa la propia efigie de Julian Thorne: un campo de minas para la salud mental. Ningún candidato con dos dedos de frente se atrevía a acercarse, y el equipo de RR. HH. se preparaba ya para la inminiente ejecución pública por su fracaso.
Y entonces, llegó ella.
No era la diosa pulida y armada de hoy. Era un esbozo a carboncillo de la obra maestra en la que se convertiría. Una joven que no llegaba al metro sesenta y cinco, y cuya estatura parecía aún menor bajo el peso visible de las prisas y la necesidad. Llevaba el cabello recogido de cualquier manera, con mechones rebeldes que se le escapaban como suspiros de derrota. Las puntas estaban medio abiertas. Su constitución era naturalmente esbelta, pero carecía del tono esculpido y la presencia férrea que tiene ahora; era el cuerpo de quien corría para alcanzar el autobús, no el de quien domina una sala de juntas al lado de su jefe.
Su armadura era la funcionalidad: ropa sencilla, maquillaje mínimo o aplicado con prisa. Todo en ella gritaba una vida de cálculos ajustados: cabello recogido para ahorrar tiempo, trajes económicos, mocasines cómodos para las largas caminatas. Una postura que delataba un cansancio de raíz por sostener no solo su mundo, sino el de los suyos.
Así era su vida: una hermana menor con una operación urgente, un padre ahogado en deudas hospitalarias. Evelyn no acudió a AEGIS buscando una carrera. Acudió por necesidad. Y en esa vulnerabilidad disfrazada de determinación, Julian Thorne, el hombre que lo tenía todo, encontró la única cosa que le faltaba: una razón para sentir.
—Sí... Entiendo eso, amigo. Me lo dijiste al principio, pero... —La voz de Leo perdió la burla, adoptando un tono más serio, aunque no pudo desprenderse del todo de su ironía característica. Desvió el Bentley hacia la esquina derecha y detuvo el motor. El silencio repentino acorraló la confesión de Julian—. Lo que no entiendo... si he captado bien tu historia... ¿es por qué demonios, si te gusta, no la invitaste a salir? ¿A cenar, a desayunar... lo que haría cualquier hombre con un mínimo de normalidad? Pero en su lugar la condenaste a una esclavitud de horas extras a tu lado, enterrada en informes.
Se giró en su asiento, doblando la cintura para mirar a su amigo directamente, buscando en ese perfil de estatua griega algún signo de lógica.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —La voz de Julian era un eco vacío, sus ojos aún perdidos en la fibra del techo del coche como si allí estuviera escrito un manual de instrucciones que no puede descifrar—. Sabes que las únicas mujeres en mi vida son mi madre y mis hermanas. No tengo un manual para esto, Leo. Cada vez que me armo de valor, cuando está ahí, a solo un metro de distancia, las palabras se me atoran en la garganta. Se congelan. Y al final... lo único que se me ocurre es darle más trabajo. Es lo único que tenemos, el único territorio que compartimos.
Leo lo observó, al imponente Julian Thorne, dueño de un imperio, derrotado por un sentimiento que una simple asistente —ajena por completo a la guerra campal que libra en su nombre— le inspiraba. Suspiró, un sonido que mezclaba la compasión con la incredulidad.
—¿Quieres que te sea absolutamente sincero? —preguntó Leo, y sin esperar una respuesta que sabía que no llegaría, soltó su veredicto: —Si esa mujer no te odia con toda su alma, significa que es una adicta al trabajo y desquiciada, justo como tú —y con esa sentencia lapidaria flotando en el aire entre ellos, arrancó el motor y el Bentley se reintegró al flujo del tráfico, dejando atrás la verdad más incómoda que Julian Thorne había tenido que enfrentar en años.