¿cómo Cazar a tu Jefe?... Sin Saberlo

Capítulo 5

—... No entiendo... —el susurro de Evelyn se perdió en la sala vacía, dirigido a la puerta por donde la silueta de Julian se había desvanecido. Se quedó recostada contra la mesa, apoyando las manos para que no delataran su temblor, repasando la escena en un bucle frenético. ¿Qué lógica aplicaba a lo que acababa de suceder?

El hombre había bufado como un toro herido. La había mirado como si fuera el centro de su universo y, a la vez, un problema irresoluble. Había avanzado con la elegancia letal de un felino, invadiendo su espacio hasta que el aire se volvió escaso. Luego, un quejido de pura frustración, un gesto de derrota tan humano que resultaba chocante viniendo de él. Y para coronar ese caos emocional, una orden.

Siempre, una orden.

Evelyn negó lentamente con la cabeza, cerró los ojos y se concentró en aplacar el huracán en su pecho. Podía sentirlo, un tambor de guerra que resonaba entre sus costillas, un latido tan fuerte que casi ensordecía sus pensamientos. Hasta su rostro ardía, como si la intensidad de su mirada le hubiera dejado una quemadura fantasma.

Julian Thorne era, sin lugar a dudas, el enigma más complejo que había enfrentado. Podía predecir sus reacciones en una junta, anticipar sus demandas de trabajo, pero este otro hombre, el que emergía en su soledad, era un territorio inexplorado cuyas señales contradictorias la dejaban varada.

No era la primera vez que usaba su presencia física para "intimidarla", pero hoy... hoy había sido diferente. Hoy no había sido una demostración de poder, sino una descarga de pura tensión masculina.

Por un instante alucinante, no vio al CEO; vio una fuerza de la naturaleza, una montaña de músculo y voluntad moviéndose con la gravedad de un asteroide, desplazando la realidad a su paso.

Claro, esa fascinación peligrosa había sido un lapsus, un cortocircuito de sus sentidos. Su mente jamás habría elaborado la idea de una declaración; era un terreno tan absurdo como improductivo. Lo que ocurrió fue más simple y más primal: Julian había emanado una testosterona cruda, un magnetismo animal que había anulado temporalmente su cortex prefrontal y la había dejado en un estado de estupor admirativo. ¿Qué mujer, con sus facultades visuales intactas, habría permanecido impasible ante semejante espectáculo de poder en movimiento? Cualquiera habría reaccionado igual. No era un secreto que muchas en la oficina, entre susurros y sonrojos, lo encontraban físicamente deslumbrante. Su aura de peligro no restaba puntos; es más, para algunas, era el ingrediente principal de la atracción.

Pero ese breve y peligroso hechizo se quebró en el momento en que él mismo lo rescató con una orden. "Tráeme mi agenda." La frase fue el antídoto perfecto, un balde de agua fría de realidad. No había nada que interpretar. No había subtexto. Era trabajo. Siempre lo era. Y ella estaba allí para eso: para ganar dinero, para comer, para dormir bajo un techo seguro. Para sobrevivir. Esa era la lógica. Todo lo demás era ruido estático, un eco de latidos acelerados que pronto se disiparía.

---

Mientras el drama entre Julian y Evelyn llegaba a su incómoda tregua, Leo había convertido la oficina en su campo de exploración personal. No había rincón que no hubiera husmeado, y su botín más interesante era una fotografía en un marco de plata sobria que sostenía entre sus manos. La imagen era un robo de instantes, una confesión silenciosa.

Mostraba a Evelyn Reed, pero una Evelyn desconocida para el mundo, y solo conocida para Julian en ese momento.

Dormida profundamente en un asiento de primera clase, su rostro —usualmente una fortaleza de control— estaba en paz, suavizado por el sueño, con mechones de su impecable corte bob cayéndole sobre la frente. La oscuridad tras la ventana del avión delataba un vuelo nocturno. No era un viaje de placer; era una misión. Y Julian, el hombre que nunca perdía el tiempo, había capturado este momento de vulnerabilidad y se había otorgado el honor de un marco sobre su escritorio.

Leo asintió para sus adentros, una sonrisa de triunfo jugando en sus labios. El acertijo, en efecto, no tenía nada de complejo. Era patéticamente obvio.

Su mirada recorrió el resto del santuario personal de Julian. Cuatro marcos más custodiaban el espacio, cada uno una pieza del rompecabezas de su vida.

El marco más grande mostraba a una mujer de cabello azabache con algunas hebras de plata dignas, peinado con una elegancia atemporal. Sus ojos, del mismo azabache hechicero que los de Julian, estaban marcados por arrugas de sonrisa. Era la sonrisa de una mujer que había criado a un titán y, sin embargo, había conservado su alegría. Llevaba un vestido blanco suelto con flores azules, y en su postura se adivinaba una fuerza serena, la de quien puede ser un puerto en la tormenta.

Era Eleanor Thorne, su madre.

En un marco más pequeño, una joven de unos 25 años miraba desafiante a la cámara. Llevaba el cabello corto y teñido de un rojo vino, y un pequeño anillo de plata en su ceja izquierda centelleaba. No sonreía; desafiaba. Su postura era la de una artista callejera o una activista, con una chaqueta de cuero y una mirada que prometía problemas. Era Cassandra, la hermana menor rebelde, el único ser humano que, según Leo, podía hacer retroceder a Julian con una mirada.

Otro marco custodiaba el retrato de una chica de no más de 19 años. Su cabello era una cascada de ondas doradas, un contraste genético con el resto de la familia. Sus ojos grandes, de un azul claro, miraban hacia algo fuera de cuadro con una expresión de asombro y dulzura virginal. Era la benjamina, Isabelle, la soñadora de la familia, a quien Julian protegía con la feroz devoción de un dragón guardando su tesoro más preciado.

El último marco era el más antiguo.

Un Alexander Thorne en la flor de su vida, un prototipo casi perfecto de lo que Julian sería a los treinta o cuarenta años: impecable, con el mismo mentón de granito, pero con el cabello salpicado por la nieve de la experiencia y una sonrisa que, a diferencia de la de su hijo, llegaba fácilmente a sus ojos. A su lado, Eleanor, radiante. A sus pies, sentadas en taburetes, Cassandra con una mueca de adolescente e Isabelle, aún una niña, con una sonrisa desdentada. Y de pie, justo detrás de su padre, un Julian de tal vez dieciséis años.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.