¿cómo Cazar a tu Jefe?... Sin Saberlo

Capítulo 6

—Está bien, no es necesa...—

Las palabras murieron en sus labios.

Mientras Julian rumiaba su siguiente frase, su cerebro, saturado de autorreproches y horarios fallidos, cometió un error catastrófico: había olvidado por completo el marco plateado que descansaba a su derecha, exhibiendo su secreto a quemarropa para cualquiera que estuviera a su lado. Su mirada, por puro azar o por una maldición del destino, cayó sobre la foto.

Y entonces, sucedió.

Sus ojos se abrieron de par en par, con una expresión de puro pánico que no se le había visto en una década. El aire que llevaba para hablar se atascó en su garganta, convirtiéndose en una asfixia repentina.

Tos. Tos. Tos. Tos....

Un ataque de tos seca y violenta lo sacudió. Parecía un motor diesel averiado, con los ojos vidriosos por la falta de aire y una mano convertida en puño apretándose contra la boca como si intentara contener una explosión interna.

—¡¿Señor?! —la voz de Evelyn fue un grito ahogado, teñido de una alarma genuina. En un instante, cerró la distancia que mantenía, y sus manos-pequeñas, fuertes- tocaron a Julian. Una palma aterrizó en su espalda ancha, dando golpes firmes y medidos, mientras la otra se aferraba a su hombro, no para sostenerlo, sino para anclarse a la tormenta que lo sacudía. Era el contacto más prolongado e íntimo que habían tenido en tres años.

—¿Y ahora qué te pasa, hermano? —preguntó Leo, sin moverse de su silla.

Había estado sentado con una calma absoluta, un espectador privilegiado del ballet de tensión que se desarrollaba frente a él. Desde que Evelyn entró, la había estado diseccionando con la mirada, ignorando con diversión las miradas discretas y suplicantes que Julian le lanzaba para que se levantara de la silla. Su misión autoimpuesta era comprender el fenómeno Evelyn Reed: cómo esta mujer, menuda y de armadura ejecutiva, podía desarticular a su amigo con la simpleza de su presencia.

Y había llegado a una conclusión.

Evelyn era, objetivamente, una mujer de una belleza pulida y severa. Menuda, sí, pero con las proporciones impecables de un reloj de arena -uno muy chiquito- bajo su traje de trabajo. Sin embargo, para el gusto personal de Leo, no generaba el más mínimo cosquilleo. Su preferencia se inclinaba por mujeres de una presencia más expansiva, de sonrisa fácil y una aura relajada que no estuviera tallada a martillo como la de ella. Sumado a que era "la sagrada obsesión" de Julian, para Leo, Evelyn era como un Ferrari en un museo: se admira la ingeniería, pero no se anhela llevarlo a casa.

Pero ahora, dejando a un lado su evaluación estética, un nuevo pensamiento emergía. Julian había estado bien —o al menos, en su versión funcional de siempre— y, de repente, se estaba ahogando como si un pulpo se le hubiera enredado en la tráquea. "¿De verdad el amor es tan físicamente catastrófico?", se preguntó Leo, maravillado y alarmado a partes iguales.

Este no era el amigo que recordaba de hace tres años.. Este era un caso de estudio. Finalmente, se levantó. Su rostro era una máscara de curiosidad ligeramente burlona.

Se acercó y se colocó a la derecha de Julian, y fue en ese movimiento cuando, por pura casualidad, su mirada se cruzó con la de la Evelyn dormida en el marco, la prueba física del delito que había desatado esta crisis. "¡Mierda!", maldijo Leo para sus adentros, conectando los puntos al instante.

El marco. La tos. El pánico. Era una ecuación tan simple como devastadora: su amigo se estaba literalmente ahogando con su propio secreto. Mientras Evelyn, con una dedicación que rayaba en lo maternal, se concentraba en dar golpes en la espalda de Julian, Leo ejecutó la jugada de un hermano de armas. Con un movimiento discreto de muñeca, bajó la foto hasta dejarla plana sobre el escritorio, desactivando la bomba emocional y salvando a Julian de una crisis existencial en caso de que Evelyn no la hubiera visto ya.

Y era casi seguro que no. Su atención había estado clavada en el hombre, no en el decorado de su oficina.

Julian, entre espasmos, atestiguó la maniobra de su amigo. Una oleada de gratitud absoluta lo inundó. 'Gracias, Dios... Por que no sea el idiota despreocupado que aparenta ser', pensó, mientras la tos comenzaba a ceder. Aún sentía el fuego en los pulmones, pero un nuevo tipo de calma, la de un presidiario al que le conmutan la sentencia, empezó a apoderarse de él.

Tras unos minutos eternos, el huracán amainó. Julian jadeaba, pero ahora respiraba. Evelyn, con una eficiencia que conmovía, apareció con un vaso de agua fría de la máquina dispensadora -un lujo básico que ambas oficinas tenían, un pequeño pacto corporativo contra la sed-. Julian tomó el vaso, y el primer trago fue como apagar un incendio por dentro.

Suspiró, y con ese sonido, toda la tensión se escurrió de sus músculos, dejándolo tan relajado que parecía a punto de derretirse sobre el cuero de su silla.

—¿Se encuentra mejor? ¿Quiere que le traiga más agua? —La voz de Evelyn era suave, pero cargada de una preocupación profesional que a Julian le sonó a música.

Él negó con la cabeza, sellando con ese gesto el final del incidente. Hizo una pausa, recobrando el hilo de su pensamiento original, el que la foto había interceptado como un misil.

—Te iba a decir...-comenzó, su voz un poco ronca pero firme—. Que no es necesario que estés conmigo en la reunión con Shanghái. Ve y desayuna tranquila —se recostó completamente en su silla, y aunque su cuerpo estaba relajado, su aura de poder no se había disipado; solo se había transformado de un látigo a un manto.

Evelyn lo miró, y por segunda o tercera vez en la mañana, su máscara de profesionalidad se agrietó lo suficiente para dejar al descubierto una confusión genuina.

—¿Qué? —fue lo único que atinó a decir.

—Que no es necesario que me acompañes —repitió Julian, con una calma que sonaba a revolución.

—¿Pero... y las notas? —preguntó Evelyn, recuperando el habla. Su mente, programada para la eficiencia, no podía procesar una desviación tan grande del protocolo. —Es mi trabajo.




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