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¡Muchas gracias, Camila mell, Mónica Alvarado Reyes y Sole Sol, por sus corazones!
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Sarah se disponía a abandonar el impoluto mostrador de vidrio de la recepción cuando un ding cristalino, nítido y prometedor, se escapó de uno de los ascensores. Por pura curiosidad, giró la cabeza y su mirada se encontró con la silueta de Evelyn emergiendo del cubículo de acero. Pero no era la Evelyn habitual.
Su rostro era una máscara de neutralidad impasible, como si hubiera desactivado todo sistema emocional para poder funcionar. Mientras caminaba, su cuerpo se balanceaba con un ritmo extraño, hacia adelante y hacia atrás, como un péndulo que no encontraba su centro de gravedad, la marca física de una mente que no sabía qué hacer con el tiempo inesperado.
Sarah siguió su avance y luego alzó la vista hacia el reloj de pared sobre las puertas principales.
Eran las 7:58 a.m. El aire en el vestíbulo comenzaba a cambiar; la energía concentrada del inicio de la jornada se transformaba en el murmullo anticipado del descanso. En cada piso, los empleados se alistaban, cerrando archivos y guardando proyectos con la premisa dulce de una pausa merecida.
Algunos se quedarían en sus puestos con tuppers de casa, otros buscaban la camaradería de la cafetería de AEGIS: un espacio anexo de techos altos, iluminado por la mañana y siempre perfumado con el aroma de grano recién tostado y pan recién horneado.
Era un lugar para respirar, para reír en voz alta. Para recordar que había vida más allá de las pantallas.
También estaban los pragmáticos, aquellos para quienes el desayuno era un simple trámite. Recargaban sus motores con un espresso intenso o un capuchino con arte latte, acompañado de algo sencillo: un croissant mantecoso, un panini crujiente, un yogur con granola o una pieza de fruta fresca. Era el ritual matutino que mantenía en marcha la maquinaria humana de la corporación.
—Sarah —la voz de Evelyn rompió su concentración. Y entonces, ocurrió un pequeño milagro.
Al ver a su amiga, la máscara de hielo se resquebrajó, derritiéndose para dar paso a una sonrisa genuina, un destello de la mujer real bajo la armadura ejecutiva. Había terminado antes de lo previsto y, en un acto casi revolucionario, había reclamado su tiempo. Y lo quería pasar con Sarah.
—¿Evelyn? ¿Qué haces aquí? —preguntó Sarah, frunciendo el ceño con genuina confusión. A esta hora, su amiga debería estar enterrada bajo una montaña de emails o tomando notas frenéticas en alguna reunión de alto nivel.
—Oh... Me dieron libre —respondió Evelyn, encogiéndose de hombros como si fuera lo más normal del mundo al llegar a su lado.
—¿Libre? ¿El Señor Thorne te dio libre? —Sarah parpadeó, incapaz de disimular su asombro—. Vaya... Felicidades, supongo. ¿Entonces, por primera vez en tres años, podremos desayunar juntas? —una sonrisa amplia y contagiosa se extendió por su rostro.
Evelyn puso los ojos en blanco, pero no pudo contener su propia sonrisa.
—Sí. Ahora vamos, quiero comer algo sin que el tiempo me persiga como un sabueso —dijo, y empezó a caminar hacia la salida principal con una determinación nueva, la de quien elige su propio ritmo.
—Okkk —canturreó Sarah, alcanzándola con paso ligero.
Juntas, se unieron al río de empleados que fluía hacia las puertas. Salieron del aire acondicionado de AEGIS y sintieron el sol de la mañana en la piel. Doblaron a la izquierda y, en unos pocos pasos, llegaron a la entrada acogedora de la cafetería, rodeadas del murmullo de docenas de conversaciones y el clic de tacones contra el suelo de piedra.
Empujaron la pesada puerta de cristal —que por un instante devolvió sus reflejos distorsionados— y cruzaron el umbral. La puerta no se cerró de inmediato; un grupo de becarios animados la sostuvo al entrar, llenando el espacio con su energía juvenil. Ambas escanearon el lugar con la mirada, cazando una mesa libre en el mar de empleados. Cuando localizaron una en un rincón junto a la ventana, Evelyn tomó la iniciativa.
—Tú aparta el campo. Yo voy a pedir —anunció, con la voz recuperando un deje de su autoridad habitual, pero usado ahora para un fin mucho más noble—. ¿Qué quieres? —preguntó, ya girando sobre sus tacones hacia el mostrador donde una mujer con un delantal impecable atendía con eficiencia.
—¿Eh? Ah, un panini de pollo y pesto y una Coca-Cola bien fría... Toma —dijo Sarah, sacando su teléfono de la bolsa de su blazer. Esta cafetería era uno de los banco de pruebas de AEGIS, y ofrecía pagos a través de "Aura-Pay", una aplicación interna desarrollada por la empresa.
El sistema era ingenioso. Permitía transferencias directas entre cuentas de empleados. Para ello, AEGIS había establecido un convenio con el banco corporativo, el mismo donde se depositaban las nóminas y del que emanaban las tarjetas de crédito empresariales.
Por supuesto, la adhesión era voluntaria. Quienes usaban la app en su fase beta, como Sarah, lo hacían bajo estrictos protocolos de ciberseguridad y un acuerdo de compensación por posibles fallos.
Era un pacto de fe tecnológica con su empleador.
—Yo invito —declaró Evelyn con un tono casual pero firme, alejándose sin mirar atrás y haciendo un gesto de despedida con la mano para cortar cualquier protesta.
Sarah se quedó mirando su espalda, la silueta elegante abriéndose paso entre las mesas. Después de unos segundos, se encogió de hombros con una sonrisa de resignación divertida y se dirigió a la mesa que habían reclamado. La verdad era que estaba secretamente encantada; no solo por el gesto de su amiga, sino porque hoy, excepcionalmente, no tenía que rascarse el bolsillo.
Por lo general, era una ferviente defensora de la comida casera —preparaba su desayuno meticulosamente cada noche—, pero ayer se le olvidó y hoy el sueño la había traicionado. Había tenido que salir de casa corriendo, con el estómago vacío y la cartera igual.