¿cómo Cazar a tu Jefe?... Sin Saberlo

Capítulo 9

The Aura Residences se alzaba ante ella no como un simple edificio, sino como un testimonio de cuán lejos había llegado. Donde antes cada mes era una batalla por encontrar estacionamiento en las calles adyacentes a su antiguo apartamento —ese juego agotador de buscar espacio entre basureros y esquinas peligrosas—, ahora tenía acceso garantizado a un garaje privado que formaba parte de su nuevo hogar. No más cálculos angustiosos sobre si alquilar una plaza fija, y no más noches dando vueltas en la lluvia. Este espacio, aunque no era el lujo supremo de un penthouse con estacionamiento privado, poseía una dignidad sólida y, lo más importante, la seguridad suficiente para que su Audi E-Tron gris pizarra no se esfumara entre la noche como un fantasma.

El acceso al garaje se abría en el flanco derecho del edificio, una boca discreta de concreto vigilada por una caseta de seguridad. Dentro, un guardia de complexión robusta —cuyo uniforme parecía luchar por contener su volumen—, se inclinaba sobre una pantalla. Era él quien, tras verificar la tarjeta de residente que The Aura entregaba como llave física a este mundo privado, accionaba la barrera de control. Evelyn deslizó su tarjeta —un rectángulo de plástico blanco con bandas magnéticas que sentía innecesariamente anacrónico en la era del AEGIS Nexus-3—, y esperó el reconocimiento lento del sistema.

Un clic mecánico, la barrera se alzó como un brazo perezoso, y ella descendió por la rampa de hormigón iluminada por luces guía azules que proyectaban un aura casi futurista sobre el pavimento.

El garaje se reveló ante sus ojos: un espacio amplio y sorprendentemente silencioso, donde las columnas pulidas reflejaban la tenue iluminación ambiental y los vehículos aparcados —muchos a esta hora— formaban siluetas quietas como animales durmiendo. El aire olía a cemento limpio y a ese vacío característico de los lugares subterráneos.

Tras encontrar un espacio cerca del ascensor —una victoria menor que aún le producía un pequeño placer—, Evelyn apagó el motor. El silencio repentino fue casi tangible. Durante un momento, solo se escuchó el leve zumbido del sistema eléctrico que permaneció activo por un corto tiempo. Luego, con movimientos precisos, desabrochó su cinturón, tomó su bolso y aseguró la laptop de titanio bajo su brazo, como un escudo tecnológico.

Al salir del vehículo, el clic de la puerta al cerrarse resonó en el vacío del garaje, un sonido solitario que marcaba el final de su jornada laboral. Sus tacones produjeron un eco claro y mesurado contra el pavimento mientras se dirigía hacia el ascensor —una cabina de acero pulido que parecía esperarla. Al pasar su tarjeta por el panel, las puertas se deslizaron abiertas con un suave pitido de bienvenida.

Dentro, el ascensor era un cubículo de lujo discreto: espejos laterales, paneles de madera oscura y ese silencio aislado que siempre la hacía consciente de su propia respiración. Pulsó el botón de su piso —el 14—, y durante el minuto que tardó en ascender, se encontró observando su reflejo: una mujer impecablemente vestida, con el cabello todavía perfecto a pesar de la jornada, pero con una tensión visible alrededor de los ojos que solo ella podía detectar.

Cuando las puertas se abrieron de nuevo, emergió a un pasillo silencioso alfombrado en un gris neutro. Habían pasado exactamente treinta y dos minutos desde que salió de AEGIS y afuera, el crepúsculo había profundizado su abrazo. No era aún la oscuridad total, sino ese momento ambiguo donde el día se aferra a sus últimos vestigios de luz, y las farolas comenzaban a encenderse como testigos de la transición.

Después de caminar por el pasillo alfombrado que absorbía sus pasos como un secreto, Evelyn llegó a su puerta —la 14B.

Sus dedos, habituados ya a la secuencia, teclearon el código en el panel numérico: 2-8-1-0-#. Un pitido suave, casi discreto, confirmó el acceso y el mecanismo de la cerradura se deslizó con un clic sordo. En el instante en que la puerta cedió, un haz de luz cálida se derramó hacia el pasillo, y la realidad la golpeó: su familia estaba allí, junto a Gabriel —ese amigo de la infancia con quien las conversaciones se habían reducido a mensajes sin respuesta en las últimas semanas.

Una breve vacilación la congeló en el umbral. Respiró hondo, ahuyentando las complicaciones anticipadas. "Que pase lo que tenga que pasar", pensó, y cruzó el marco hacia su nuevo hogar.

El aire que la recibió tenía ya el aroma familiar de su madre —una mezcla de jabón de lavanda y la colonia suave que siempre usaba—, mezclado con el tantalizante olor a alguna especia que provenía de la cocina. Desde la sala, el sonido envolvente de los parlantes de su televisor confirmaba que alguien estaba viendo algo para matar el tiempo. Con ello notó que la pantalla ya estaba instalada en su lugar sobre la consola de madera clara, un detalle que ella, por pura pereza post-mudanza, había postergado el día anterior.

Solo lo más indispensable llevaba su marca en aquel espacio: su ropa —los trajes de trabajo colgados con precisión militar, la ropa normal, la de dormir doblada en el cajón de arriba, y esas prendas íntimas guardadas en el organizador de seda—, mientras que los muebles principales yacían donde los organizadores profesionales los habían colocado siguiendo sus esquemas meticulosos. Pero la televisión, ese objeto frágil y valioso, había sido su carga personal, transportada en el Audi junto a otras pertenencias delicadas que no se atrevía a confiar a nadie más.

Dejando su bolso en la mesa de entrada, Evelyn se inclinó para desabrocharse los tacones stiletto con un suspiro de alivio. El contacto de sus pies descalzos con la madera pulida del piso fue un placer casi sensual después de nueve horas de encierro. Tomó los zapatos en una mano —pequeños artefactos de poder ahora inofensivos—y se dirigió hacia la sala.

La escena que se desarrolló ante sus ojos le provocó una punzada de nostalgia: su madre, Clara, emergiendo de la cocina con una sonrisa que le iluminaba todo el rostro.




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