La transformación de Evelyn había dejado a Gabriel literalmente sin aliento cuando la vio llegar. La mujer que había cruzado el umbral horas antes no era la chica despreocupada que recordaba de su juventud, sino una ejecutiva en la cúspide de su poder —compacta sí, pero irradiando una autoridad que parecía llenar cualquier espacio por pequeña que fuera. Su corte bob, tan preciso que cada hebra de cabello azabache caía con la intención de un trazo caligráfico, enmarcaba un rostro que había perdido toda vestigio de la ingenuidad adolescente. Esta Evelyn, incluso en el fugaz primer vistazo, se revelaba como una entidad fundamentalmente distinta: donde antes había una muchacha, ahora habitaba una mujer completa.
Evelyn había sellado su estatura adulta a los catorce años —ese límite biológico que la naturaleza impone con indiferencia. Y hubo un tiempo, durante la vorágine de la pubertad temprana, en que soñó con heredar la altura de su abuela paterna —aquella mujer que parecía poder alcanzar las estrellas con solo estirar el brazo. Pero a los catorce, el crecimiento se detuvo en 1.65 metros con la finalidad de un portazo celestial.
Los quince, dieciséis y diecisiete años pasaron, confirmando lo que ya sabía: había experimentado su último y más significativo estirón, el que marcaría su relación con los estantes altos y las miradas ligeramente descendentes para siempre. Y a menos que interviniera un milagro divino —y Dios parecía muy ocupado con asuntos más urgentes—, esta sería su estatura hasta que la edad avanzada comenzara su lento trabajo de contracción, transformándola quizás, en un lejano futuro, en una abuelita que necesitaría ayuda para alcanzar hasta el último frasco de la alacena.
Esta estatura la había condenado a parecer eternamente joven, especialmente junto a figuras más altas. No fue hasta que sus facciones y "rasgos" comenzaron su lenta maduración —ese consuelo tardío que la naturaleza ofrece a quienes niega la altura— que empezó a proyectar un aura adulta. Pero la verdadera transformación, la que había tallado la niña en mujer, vino de su trabajo junto a Julian. AEGIS había sido su crisol, forjando no solo su profesionalismo sino su misma esencia. Los ojos que antes reflejaban la inocencia de quien cree que el mundo es negociable, ahora guardaban la profundidad serena de haber visto los mecanismos detrás del telón y aprendido a moverlos.
Ahora, mientras Evelyn caminaba hacia la mesa con decisión, como su hubiera hecho las paces con sus demonios, una calma inusual se apoderó de ella. Había decidido soltar las riendas de la anticipación ansiosa —"que pase lo que tenga que pasar" se convirtió en su mantra— y simplemente disfrutar de la cena, fuera lo que fuera que el destino tuviera preparado.
Y a los ojos de cualquier observador, incluido el Gabriel que la miraba con admiración apenas disimulada, era una visión que robaba el aliento. El blanco inmaculado de la blusa dialogaba en perfecta armonía con la profundidad abisal de los pantalones negros, mientras los pequeños toques —las perlas que bailaban con cada movimiento de su cabeza, las sandalias que le conferían esa elevación elegante sin esfuerzo aparente— componían una sinfonía de sofisticación casual. Pero más que la ropa, era su porte —esa combinación de gracia natural y confianza ganada a pulso— lo que la transformaba en la imagen misma de una mujer que había encontrado su lugar en el mundo y no temía ocuparlo.
Evelyn cerró la distancia final hacia la mesa del comedor con esa gracia innata que el fluir del pantalón palazzo convertía en una coreografía de elegancia casual. La mesa, de dimensiones íntimas, estaba configurada como un pequeño universo familiar: cuatro sillas dispuestas en un arco protector donde los extremos estaban reservados para sus padres —los pilares— y las dos centrales, enfrentadas, eran tradicionalmente para ella y Sofía. Era la geometría sagrada de sus cenas familiares, un diseño pensado para cuando solo los suyos compartían el pan.
En ese preciso instante, Roberto se levantó con la energía de un hombre que ve aproximarse el plato principal —esa carne en salsa que había perfumado la tarde con promesas culinarias.
—¡Aquí está la estrella! —anunció con esa voz que siempre parecía a punto de desencadenar una celebración.
Su mirada entonces se posó en Gabriel, y en el espacio de unos segundos cargados de comprensión no verbal, el mensaje fue recibido: el asiento que ocupaba Gabriel pertenecía, por derecho y por costumbre, a Evelyn. Con una sonrisa cortés, Gabriel se puso de pie, preparándose para ceder el lugar, pero Roberto —siempre el anfitrión exuberante— se adelantó con un gesto teatral. Tomó la silla de Evelyn y la apartó con una floritura caballeresca que hacía honor a su carácter—. Siéntate aquí, hija —dijo, y en su voz latía el orgullo del padre que ve a su descendencia triunfar.
—Ya casi servimos.
Sofía, que había estado contorsionada en una posición que solo los niños consideran cómoda —cintura doblada, brazo colgando del respaldo—, se enderezó lo suficiente para lanzarle a su hermana una sonrisa de complicidad y un escrutinio admirativo antes de que la pantalla reclamara nuevamente su atención. Evelyn asintió agradecida a su padre y se deslizó en el asiento, sintiendo el contacto de la madera pulida a través de la tela fresca de sus pantalones —una sensación que anclaba el momento en la realidad.
Gabriel, que se había levantado movido tanto por la cortesía como por la mirada elocuente de Roberto, permaneció cerca. Su mirada se posó en Evelyn con una intensidad que duró apenas el parpadeo de un suspiro —suficiente para que ella, con esa percepción periférica agudizada por años de leer salas de juntas, captara el destello de confusión y algo más indescifrable en sus ojos. Gabriel, como la mayoría de las personas en la vida de Evelyn, la superaba en estatura y complexión —era alto y robusto, con esa solidez reconfortante que tienen los amigos de la infancia. Pero ahora, bajo la luz cálida del comedor que hacía brillar las perlas de sus pendientes, y con ella envuelta en esa armadura de equilibrio perfecto entre comodidad y elegancia, la distancia entre ellos se sentía insalvable —no en centímetros, sino en experiencias vividas.