Como Domar a un Cobarde

Capítulo 1

Las campanas de la iglesia no repicaron esa mañana; quizá el campanero decidió que ya había bastante ruido con las lenguas del pueblo. Cubridge amaneció oliendo a pan tibio y a hierba húmeda; las vacas mugieron con su pereza de siempre y los niños corrieron tras un balón de cuero que había conocido días mejores. Nada delataba que el destino hubiese decidido desenterrar una historia que muchos preferían dejar bajo tierra.

Wren abrió su librería como todos los días: a fuerza de hombro contra la puerta, porque el quicio crujía como una viuda quejumbrosa. Empujó, entró con Parker tomado de la mano, y el niño, dueño de unos ojos color miel que conseguían crédito hasta con el panadero, saludó con un “¡buen día!” que desarmó cualquier mal presagio.

—Hoy no aceptamos chismes como forma de pago —anunció Wren, colgando el letrero de Abierto—. Solo monedas, trigo… o silencio.
—Silencio no, mamá —dijo Parker muy serio—. El silencio no se come.
—Tienes razón, pequeño. Pero alimenta el alma.
—El pan también —emitió su veredicto, mirando la bolsa envuelta en tela.

Wren sonrió. Era un buen juez, su hijo: sencillo y justiciero. Y peligroso para el orgullo de cualquiera cuando decidía opinar en público.

La librería de Wren no era grandiosa, pero olía a tinta, madera y paciencia. Tenía estantes que parecían columnas y un mostrador al que le habían contado más secretos que al sacerdote. Encima, un platito de barro con plumas recién cortadas y, al fondo, un banco junto a la ventana donde el sol golpeaba manso a media mañana. Allí, las mujeres del pueblo venían a reposar los pies y el fastidio, leyendo en voz baja cuanto romance caía en sus manos (y negándolo en la misa del domingo).

Wren dejó a Parker trepado en su banquito junto a la caja.
—Recuerda: “gracias” y “vuelva pronto”. Nada de “descuento por cara conocida”.
—¿Y si es la abuela?
—A la abuela se le hace el descuento y no se dice nada.
—Eso es mentira —señaló el niño.
—Eso es familia —corregió Wren, y le besó la frente.

Fue entonces cuando la plaza se volvió viento. No un viento de hojas: de murmullos. Se formó primero junto al abrevadero, allí donde los mozos llevan las bestias; pasó frente a la taberna; subió por las gradas de la iglesia; y se coló por el resquicio de la puerta de la librería como un visitante sin modales.

La primera emisaria del desastre fue Doña Magda, cuya espalda estaba más recta que su lengua. Entró con su pasito menudo, olfateó el aire como si buscara pecado en los estantes y soltó, sin saludar siquiera:
—¿Ya os habéis enterado?
—De que la mantequilla está por las nubes, sí —respondió Wren, imperturbable.
—Peor. Reed ha vuelto.
Wren no pestañeó. Había prometido que, si ese día llegaba, la primera reacción sería digna.
—Entonces avisad al campanero; tendrá que practicar, hace años que no repica por algo bueno.
—No es bueno, hija —dijo la mujer, bajando la voz—. Volvió ayer al anochecer. Y viene con caballo, capa… y cara de no haberse confesado en siglos.
—La capa se lava; el caballo se cepilla. Lo otro… lo otro suele costar más —zanjó Wren.

Parker tiró de la manga de su madre.
—¿Quién es Reed?
—Un caballero desmemoriado —dijo Wren sin mirar a Doña Magda—. Olvidó que las promesas no se escriben en papel barato.

La emisaria se persignó con cierta torpeza y, como si hubiese cumplido su misión divina, se marchó para repetir la novedad en voz aún más baja y más lejos. Wren esperó a que la sombra se deshiciera en la calle para soltar el aire, ese que llevaba conteniendo desde hacía años, aunque no supiera que lo hacía.

“Reed ha vuelto.”
No era una frase, era un aldabonazo. Se sintió de pronto con el estómago vacío y el pulso lleno. Pensó en la nota (“Lo lamento. Cierra la puerta con llave.”) y en lo poco que pesa el papel cuando lleva tanto. Pensó en la primera vez que oyó a Parker decir mamá y en la certeza de que no haría falta ningún otro nombre para sentirse completa… hasta que, maldita sea, los ojos del niño resultaron tener exactamente el mismo brillo que los de su padre.

Wren volvió a la tarea. Reacomodó legajos, barrió sin necesidad, cambió tres veces un mismo libro de sitio. Nada de eso iba a impedir que la puerta sonara. Y sonó. No con violencia, sino con ese respeto torpe de quien sabe que llega tarde y no quiere parecerlo.

—No abras —dijo Parker, muy quedo, como si pudiese leerle la duda en la nuca.
—¿Por qué?
—Porque cuando abres, entran cosas.
—Y cuando no abres —replicó Wren, peinándole un rizo—, se quedan en la calle diciendo tu nombre.

Abrió.
Y allí estaba: no tanto Reed, como la idea de Reed. La sombra proyectada por la puerta recortó la figura de un hombre que había sido pulido por el camino y golpeado por el tiempo. Cabello oscuro, barba de días (o de errores), capa con polvo de muchas rutas y, en los ojos, ese dorado que no se consigue ni heredando tierras.

—Wren —dijo, y el nombre, en su boca, sonó como una costumbre antigua.

La librera sostuvo su mirada como quien sostiene la espada que le pasaron de madre a hija.
—Señor Reed —respondió con una inclinación mínima—. Si busca novelas, tenemos varias en las que el protagonista no huye. Son las preferidas.

Él tragó. Una sonrisa cansada se le ensayó en la comisura, pero no se atrevió a cuajarla.
—No vine por novelas.
—Me temo que la realidad es más cara —repuso Wren—. Y los pagos atrasados, aún más.

Parker se pegó a la falda de su madre, alzó la cara y, con esa crueldad inocente de los niños que dicen lo que ven, soltó:
—Ese señor huele a caballo.
—Y a camino —añadió Wren, sin apartar la vista de Reed—. Dos fragancias difíciles de quitar.

Él bajó la mirada al niño, y la dureza que traía amarrada en los pómulos se le soltó de golpe. Si la plaza hubiese estado dentro de la librería, habría jurado que las campanas repicaban; pero allí solo sonó el silencio raro de las cosas importantes.
—Hola, pequeño —murmuró Reed—.
—No hables bajito, que aquí vendemos palabras —lo reprendió Parker con solemnidad.




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