Como Domar a un Cobarde

Capítulo 2

El amanecer en Cubridge tenía la manía de despertar más rápido a las lenguas que a las campanas. Antes de que el sol se acomodara en las tejas húmedas, ya corrían rumores de un estante de madera que había aparecido en la librería de Wren como si se hubiese sembrado en la noche.

Las vecinas más madrugadoras se habían instalado frente al local con la excusa de comprar tinta y papel, pero ni llevaban monedas ni sabían escribir más allá de sus propios nombres. Doña Magda se abanicaba con un pañuelo deshilachado, Doña Tilda cargaba un cesto de huevos que ya olían a gallina más que a frescura, y la joven Elin jugueteaba con un hilo suelto de su falda, incapaz de disimular que estaba allí por puro chisme.

Cuando Wren empujó la puerta de la librería, el quicio cedió con un crujido largo, como un viejo que protesta al levantarse. La mujer alzó la barbilla, como siempre hacía ante la mirada de los demás, y las tres visitantes se inclinaron hacia adelante con descaro de gallinas en maíz.

Dentro, el aire olía distinto: la madera fresca del estante nuevo impregnaba cada rincón, mezclándose con el polvo viejo de los pergaminos. El sol entraba a través de la ventana alta y caía justo sobre la estructura, como si se tratara de un altar improvisado. Parker fue el primero en notarlo.

El niño saltó de su banquito, corrió hacia la novedad y apoyó la nariz contra la madera.
—Mamá —declaró solemne—, huele a bosque.
—Y a terquedad —respondió Wren, colocando una mano sobre el hombro de su hijo—. Dos perfumes que duran mucho y no se quitan fácil.

Las tres mujeres se miraron entre sí. Doña Tilda carraspeó, con el tono de quien prepara una sentencia.
—Un estante así no se trae para irse mañana.
—Dicen —agregó Magda, con voz de zorro disfrazado de cordero— que el hombre lo levantó como quien marca territorio.
—Dicen —añadió Elin, que hasta ese momento había callado— que cada clavo que puso sonó como campana de boda.

Wren arqueó una ceja, acomodó un tintero sobre el mostrador y habló con esa calma que usaba justo antes de rebanar con ironía:
—Dicen tantas cosas que el pan sube solo con rumor, el vino se sirve en copas de aire y los niños nacen de los chismes en lugar de las cunitas.

Parker, que no entendía del todo pero sabía cuándo debía apoyar a su madre, levantó la mano como quien pide turno en un concejo.
—Yo digo que aquí caben más cuentos.

Las carcajadas contenidas de las vecinas se mezclaron con un silencio incómodo. Wren aprovechó para dar la estocada final:
—Hoy se vende, no se sentencia. Si quieren tinta, tengo. Si quieren juicio, cobro entrada.

Doña Tilda enrojeció, ajustó el pañuelo sobre su cabeza y dejó dos huevos sobre la mesa, aunque ninguno estaba fresco. Magda resopló y se marchó, mascullando maldiciones que sonaban más viejas que la plaza misma. Elin, en cambio, se quedó un instante mirando el estante con la curiosidad húmeda de quien sueña con algo prohibido.

—Nunca había visto tanta madera junta en esta librería —dijo en voz baja.
—Entonces compra un libro y acostúmbrate —replicó Wren, entregándole un tomo polvoriento sin preguntar.

La muchacha salió abrazada al libro como si llevara un tesoro. Wren la siguió con la mirada, consciente de que mañana el mismo libro estaría de vuelta en el mostrador, sin leer, pero con la huella de las miradas curiosas del pueblo entero.

La librera respiró hondo. El estante brillaba bajo la luz como si quisiera reclamar protagonismo. Y ella sabía que lo había hecho: no solo sostenía madera, sino expectativas. Porque un estante nuevo no era cosa menor en un pueblo donde lo más nuevo solían ser las arrugas en la cara de un vecino.

Wren apoyó las manos en el mostrador, miró a Parker, y en silencio se dijo lo que jamás admitiría en voz alta: aquel pedazo de madera, clavado en su refugio, era tan peligroso como el hombre que lo había traído.

El pueblo de Cubridge amaneció extraño al día siguiente. No había mujeres regando macetas muertas ni mozos haciendo mandados falsos frente a la librería. Incluso el aire parecía estar en suspenso, como cuando un perro sabe que algo está por pasar y aguarda, con las orejas tiesas.

Wren notó de inmediato aquella calma sospechosa. Se detuvo en el umbral con la llave en la mano, y su instinto le gritó que ese silencio era más peligroso que cien murmullos.

—Mamá… —dijo Parker, apretando su mano y mirando alrededor—. Creo que alguien se tragó al pueblo.

Ella soltó una risa seca.
—Si se lo tragó, ojalá lo mastique bien.

Empujó la puerta, abrió la librería y dejó entrar la luz. El estante nuevo, impertinente como un invitado no deseado, brilló bajo el sol. Wren suspiró, se ajustó el delantal y decidió que, pasara lo que pasara, ese día vendería tinta, no paciencia.

No había transcurrido ni una hora cuando el crujido de un carro anunció lo inevitable. Reed apareció en la plaza tirando de él, sudoroso, con la camisa pegada a la piel y los cabellos revueltos. El caballo lo seguía despacio, resignado a cargar lo que parecía un cargamento absurdo: piedras. Grandes, redondas, pesadas, como de río arrancado a la fuerza.

La primera la descargó frente a la librería, con el cuidado de quien deposita un hijo en la cuna. Luego otra. Y otra. El pueblo, incapaz de resistirse, comenzó a salir de sus casas. Primero un niño, luego dos viejas, después media docena de curiosos que se arrimaron como polillas a la lámpara.

—¿Qué hace ese insensato? —susurró Doña Magda, escondiéndose detrás de un pañuelo.
—Parece que quiere cercar la plaza —dijo un muchacho, divertido.
—O enterrar su vergüenza —añadió un viejo, escupiendo al suelo.

Reed, ajeno al murmullo, clavó un pergamino en un poste. El cuero raspó la madera y el sonido resonó como un campanazo. Todos se acercaron a leer.

“Aquí no se murmura. Si quiere hablar de mí, que lo haga dentro, y con libro en mano.”




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