El tercer amanecer desde el regreso de Reed encontró a Cubridge despierto antes de tiempo. El rumor de los cascos de los caballos, el chillido de las carretas de heno y el pregón del panadero se mezclaban con la música de fondo que nunca cesaba: los chismes.
Doña Magda había madrugado a la fuente con un balde vacío solo para espiar. Doña Tilda ya llevaba bajo el brazo una hogaza dura, que mostraba con orgullo como si fuese prueba de fe. Elin, la más joven, corría de un lado a otro fingiendo comprar hilo, pero lo único que compraba era historias ajenas.
—Dicen que el muchacho se quedó a dormir en la taberna —susurró Magda, torciendo la boca—.
—Dicen que no bebe —añadió Tilda, como si fuera un insulto—.
—Dicen que tiene la mirada clavada en Wren y que el niño le llama “papá” sin saberlo —concluyó Elin, con los ojos brillando de emoción.
Wren, desde la ventana de la librería, escuchaba todo sin querer. Había aprendido a leer la plaza como se lee un libro abierto: cada gesto era un párrafo, cada risa un pie de página venenoso. No necesitaba salir para saber que su vida era el título más repetido en todo Cubridge.
Respiró hondo, se ató el cabello con un nudo firme y abrió la puerta de la librería. Parker corrió hasta el banquito de siempre, golpeando con la cuchara de madera contra el mostrador como si fuese un tambor.
—¡Que empiece el juicio! —gritó entre risas.
—No es juicio, Parker —replicó Wren, acomodando un tomo sobre el estante nuevo—. Es mercado.
—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó él con seriedad.
—Que en el mercado al menos pagas lo que compras —contestó ella, seca.
El sol todavía no estaba alto cuando apareció Reed, cargando un saco de manzanas rojas que parecían recién robadas al huerto del verano. No venía con carro ni con piedras, solo con ese gesto de constancia que ya se había vuelto su carta de presentación.
—Hoy no traigo muro ni madera —dijo al entrar—. Traigo fruta. Parker necesita algo más dulce que rumores.
El niño se levantó de un salto y corrió a tomar una manzana con ambas manos, como si sostuviera un tesoro.
—¡Es mía! —exclamó, y le dio un mordisco tan grande que se manchó la barbilla.
Wren lo observó en silencio, con los brazos cruzados.
—¿Y qué esperas que piense el pueblo al verte traerme fruta? —preguntó con una sonrisa que no era sonrisa, sino advertencia.
—Que aprendan que los actos valen más que las palabras —respondió Reed—. Y si no lo entienden, que al menos envidien el sabor.
Elin, la muchacha del hilo, estaba pegada a la ventana con ojos de gato curioso. Corrió a repetir la escena en la plaza antes de que Wren pudiera cerrarle las contraventanas en la cara.
Reed se acercó al estante nuevo y colocó las manzanas restantes en una fila perfecta sobre la repisa más baja.
—¿Qué haces? —preguntó Wren, con tono de incredulidad.
—Darles su lugar. Todo lo que entra aquí merece espacio.
Ella quiso reírse, pero no pudo. Porque sí, hasta las manzanas parecían más dignas al estar en ese estante. Parker, con la boca llena, balbuceó:
—Si el señor Reed se queda, podemos hacer compotas.
—Si se queda, Parker —corrigió Wren, clavando la mirada en el hombre—, será porque yo lo decido, no porque él traiga fruta.
Reed no discutió. Solo asintió, aceptando la batalla sin dar pelea.
El murmullo de la plaza creció de nuevo. Las viejas murmuraban que Reed quería conquistar con manzanas, los mozos de la taberna apostaban cuánto duraría su empeño, y hasta el padre Lucian fue visto deteniéndose frente al muro de piedras, meditando como si aquellas rocas fuesen herejía o milagro.
Wren, mientras tanto, se repetía en silencio la misma advertencia de siempre: que no me mueva, que no me ablande, que no me deje arrastrar.
Pero las risas de Parker, manchado de jugo y llamando a Reed para que viera cómo se le caía un diente, hicieron que esa muralla interior se resquebrajara apenas un poco.
La librería, que siempre había sido un santuario de polvo y silencio, esa mañana se convirtió en taller improvisado. Reed había traído un pequeño cajón de herramientas: un martillo, clavos, un cepillo de madera y un par de bisagras. Nada extraordinario, pero en Cubridge hasta un clavo nuevo levantaba sospechas.
—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Wren, entrecerrando los ojos mientras lo veía acomodar las piezas sobre el mostrador.
—Reparar la mesa coja. —Reed señaló la esquina del mueble, que llevaba años tambaleándose con cada golpe de Parker.
—Esa mesa ha estado así desde siempre —replicó ella.
—Entonces es hora de que deje de estarlo.
Antes de que Wren pudiera añadir otra palabra, Parker ya había saltado del banquito y se plantaba a su lado con los ojos encendidos de entusiasmo.
—¡¿Puedo ayudar?!
—Claro —respondió Reed, entregándole el cepillo—. Tú lijas, yo martillo.
La sonrisa del niño iluminó más que la ventana abierta. Sus manitas torpes comenzaron a mover el cepillo sobre la madera, levantando polvo y astillas que volaban como nieve dorada. Reed, paciente, guiaba sus movimientos con calma.
—Así, despacio. La madera es como la gente: si la fuerzas, se rompe; si la acaricias, se acomoda.
Parker lo miró como si acabara de revelarle un secreto universal.
—¿Y tú me vas a enseñar a que no se rompa?
Reed tragó saliva y asintió.
—Ese es el plan.
Wren los observaba desde detrás del estante, con los brazos cruzados. La escena tenía algo peligroso: Parker riendo cada vez que lograba hacer volar una astilla, Reed inclinándose para sostener la mesa como si fuese un aprendiz orgulloso de su maestro. No era el espectáculo del pueblo; era algo peor, más íntimo, más difícil de combatir.
Afuera, las cabezas se multiplicaban frente a la ventana. Doña Magda y Doña Tilda estaban casi pegadas al vidrio, murmurando entre sí como palomas gordas. Dos mozos de la taberna fingían llevar un barril, pero se detenían a mirar cada golpe de martillo. Incluso Elin, la muchacha del hilo, se había sentado en la plaza con un ovillo sin tejer, atenta a cada movimiento dentro de la librería.
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Editado: 23.09.2025