El amanecer en Cubridge no fue tranquilo. No podía serlo. Bastaba con asomarse a la plaza para notar que el aire estaba más pesado de lo habitual. El murmullo de la víspera había fermentado durante la noche y ahora burbujeaba como vino agrio: todos hablaban de lo mismo, repetían la misma palabra, con tono de burla o de escándalo, según el bando.
“Papá.”
Doña Magda se lo contaba a la panadera como si fuese una tragedia. Doña Tilda lo repetía en la fuente con dramatismo, asegurando que los cielos se nublarían por semejante desvergüenza. Los mozos de la taberna lo cantaban como si fuera estribillo de feria, y hasta los niños lo gritaban entre juegos, sin comprender del todo la fuerza de esa sílaba.
Wren, desde la ventana de la librería, cerró los ojos con rabia. Parker todavía dormía, abrazado al pequeño arco, con una sonrisa que la partía en dos. El niño había dicho esa palabra con tanta naturalidad que era imposible arrancársela sin lastimarlo. Y sin embargo, el pueblo la había tomado como piedra para lapidarla a ella.
Cuando abrió la librería, las primeras clientas llegaron con el pretexto de siempre. Una de ellas dejó un huevo sobre el mostrador y susurró:
—Dicen que el niño ya lo llama padre… ¿es verdad, Wren?
Ella la miró con calma gélida.
—Mi hijo dice muchas cosas. También dijo una vez que un gato podía hablar. ¿Lo creíste?
La mujer tartamudeó, recogió el huevo y se marchó casi corriendo, dejando un rastro de risas nerviosas tras de sí.
No pasó mucho hasta que apareció Reed. No traía saco ni herramientas, solo sus manos vacías, como quien llega a presentarse al juicio sin pruebas. Los murmullos de la plaza se intensificaron apenas puso un pie en el umbral.
—No deberías estar aquí tan temprano —dijo Wren, cruzándose de brazos.
—Precisamente por eso estoy —respondió él—. Para que no digan que me escondo después de lo de ayer.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No fuiste tú quien lo dijo. Fue él.
—Lo sé. —Reed bajó un poco la voz, con un matiz que parecía confesión—. Pero no voy a negarlo, Wren. Si el niño me llama así, no seré yo quien le quite la palabra de la boca.
El corazón de ella se agitó. La respuesta le pareció peligrosa, no por lo que afirmaba, sino por lo que despertaba en su interior: miedo, rabia y, en algún rincón oculto, un suspiro que jamás admitiría.
La campana de la iglesia sonó con fuerza. No era hora de misa, y aun así el padre Lucian apareció en la plaza, levantando la sotana como si fuese a dictar sentencia divina.
—¡Hijos de Cubridge! —tronó con voz solemne—. ¡La lengua inocente del niño no debe ser usada para lavar culpas ajenas!
Los murmullos crecieron. Reed se mantuvo firme, sin apartar la vista del sacerdote. Wren sintió que las miradas de todo el pueblo se le clavaban como agujas, esperando su reacción.
Parker, ajeno a la tormenta, se despertó en ese momento. Corrió hasta la puerta con el arco en la mano y gritó con voz clara, frente a todos:
—¡Papá, mira cómo apunto!
El silencio fue absoluto. Los rostros se quedaron congelados. El sacerdote se persignó con furia.
Y Wren, atrapada entre las risas del niño, la firmeza de Reed y el juicio del pueblo, comprendió que el cuarto capítulo de su historia ya no sería en silencio: sería hoguera.
El grito de Parker todavía flotaba en el aire cuando el murmullo de la plaza estalló como río desbordado. Unos reían, otros chistaban con indignación, y más de uno se persignaba como si hubiese presenciado una blasfemia.
Doña Magda agitó el bastón en dirección a la librería.
—¡Lo sabía! ¡Ese hombre viene a robarle la lengua al niño!
—¡No es robo, es justicia! —respondió el herrero, que ya llevaba rato tomando partido por Reed—. ¿Acaso no veis cómo lo mira? ¿Qué sombra maldita podría sostener esa risa?
Doña Tilda bufó, con los brazos cruzados y la papada temblando.
—Las risas se apagan, la honra no vuelve.
El padre Lucian levantó la voz por encima de todos.
—¡La inocencia de un hijo no debe confundirse con absolución! ¡El pueblo debe ser guardián de la moral, no cómplice del pecado!
Las palabras del cura calaron en algunos, pero otros replicaron al instante. Un mozo de la taberna, borracho desde temprano, gritó con descaro:
—¡Si el niño lo llama padre, que así sea! Mejor reír en casa que llorar en la plaza.
Las carcajadas inundaron la plaza, seguidas de abucheos, seguidas de más discusiones. En cuestión de minutos, Cubridge dejó de ser un pueblo y se convirtió en colmena furiosa, dividida entre quienes ya veían a Reed como un hombre que buscaba redención y quienes lo seguían considerando un fugitivo del deber.
Dentro de la librería, Wren se sentía asfixiada. Cerró de golpe la puerta, pero eso no detuvo el rumor que se filtraba por las ventanas como humo. Parker seguía corriendo con su arco, ajeno a la tormenta, y Reed permanecía de pie, sereno, como si llevara toda su vida preparándose para ese juicio público.
—¿Ves lo que provocas? —escupió Wren, con los ojos brillando de rabia contenida.
Reed no apartó la vista del niño.
—No fui yo quien lo llamó así. Fue él.
Wren se mordió el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre.
—¡Y tú debiste callarlo! ¡Desmentirlo! ¡Protegerlo de la lengua del pueblo!
—¿Protegerlo de qué? —preguntó Reed, con voz firme—. ¿De decir lo que siente? ¿De reconocerme como quien soy?
El corazón de Wren se sacudió. Quiso responder con una burla, con una daga de palabras, pero no encontró filo suficiente. Porque la verdad era que no tenía armas contra la inocencia de su hijo.
Un golpe seco en la ventana la hizo girar. Doña Magda la había abierto sin permiso, clavando los ojos en ella como cuchillos.
—¡Decid de una vez, Wren! ¿Ese hombre es padre o farsante?
El silencio cayó como piedra en el interior de la librería. Parker dejó de brincar. Reed apretó la mandíbula. Y Wren, con el rostro erguido, respondió con voz clara para que todos la escucharan:
—Ese hombre aún no ha ganado derecho a palabra alguna.
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Editado: 23.09.2025