Como Domar a un Cobarde

Capítulo 5

Cubridge amaneció distinto, como si las campanas de la iglesia hubieran cambiado de tono durante la noche. No había rincón del pueblo en que no se repitiera aquella escena: el niño con el arco al hombro, la palabra que desarmó a todos, y Reed, firme junto al muro, aceptando la hoguera de las miradas sin retroceder.

Las panaderas amasaban la harina murmurando entre sí.
—Lo dijo como si fuese lo más natural del mundo.
—Los niños no mienten… pero tampoco saben lo que dicen.
—¡Bah! —bufó otra, golpeando la masa—. A veces dicen más verdad que los curas.

En la taberna, los hombres repetían cada gesto de Reed con exageraciones.
—Ni parpadeó cuando lo señalaron.
—Sí parpadeó, lo vi yo. Pero no tembló.
—Yo digo que estaba tieso de miedo, solo que lo disimuló.

Y en la fuente, las viejas discutían como si fueran juezas de un tribunal eterno.
—Si Wren no lo rechaza hoy mismo, lo habrá aceptado para siempre.
—¡Pues ya veremos! Esa mujer tiene más carácter que toda la plaza junta.

Dentro de la librería, la atmósfera era otra. El silencio parecía aplastarlo todo. Wren se movía entre los estantes con pasos tensos, como si cada libro fuese testigo de su derrota. Parker, en cambio, seguía saltando de un lado a otro, orgulloso, jugando a apuntar flechas invisibles hacia los rincones de la sala.

Reed estaba allí, sentado en la banqueta de siempre, observando el movimiento con una calma que irritaba y tranquilizaba al mismo tiempo. No había palabras entre él y Wren desde lo sucedido. La tensión colgaba del aire, como ropa húmeda que tarda en secar.

Al fin, ella rompió el silencio.
—¿Te das cuenta de lo que has provocado?

Él no alzó la voz.
—No lo provoqué yo, Wren. Fue Parker.

Ella cerró un libro con fuerza.
—¡Parker es un niño! ¿Acaso crees que entiende lo que significa?
—Entiende más de lo que crees —respondió Reed, con suavidad.

El corazón de Wren se agitó, pero no lo mostró. Sabía que, aunque el pueblo gritara, el verdadero ruido estaba dentro de ella: esa mezcla insoportable de rabia, temor y… algo más que no quería nombrar.

El sol entraba oblicuo por la ventana, tiñendo las páginas de los libros con un resplandor dorado. Wren lo notó y, sin quererlo, recordó la mirada de Reed en la plaza: fija, serena, como si se hubiera preparado toda su vida para ese instante.

Y por primera vez, la idea más peligrosa de todas se abrió paso en su mente:
¿Y si no huyera otra vez?

La rechazó al instante, como quien aparta una brasa encendida. Pero la quemadura ya estaba allí.

El eco del día anterior no se apagó con el sol. Al contrario, la noche lo fermentó, y al amanecer, Cubridge entero parecía vivir solo para vigilar la librería. La puerta de Wren, que durante años había sido una entrada discreta a un lugar de letras, ahora era un escenario abierto en medio de la plaza. Cada vez que alguien la cruzaba, los murmullos se disparaban como bandadas de aves.

Doña Magda fue la primera en aparecer, apoyada en su bastón de nogal. Entró con aire solemne, como quien pisa un tribunal. Caminó despacio entre los estantes, arrastrando los pies, hasta llegar al mostrador. Allí, con voz grave, preguntó:
—¿Y entonces, Wren? ¿Es él o no es él?

Wren, que acomodaba un tomo de crónicas en la estantería más alta, no se volvió.
—Es un hombre que sabe clavar clavos y leer en voz alta. Nada más.

Doña Magda chasqueó la lengua.
—Eso ya es más de lo que muchos pueden decir.

Antes de que Wren replicara, la vieja salió con paso lento pero con la mirada satisfecha de quien ya llevaba material para alimentar medio día de chismes.

Al poco tiempo entró Doña Tilda, cargando un canasto con telas. Fingió buscar un trozo de pergamino, pero su verdadera intención quedó clara cuando preguntó en voz alta:
—¿Y dónde está tu… ayudante?

Reed apareció entonces desde el fondo de la sala, con un libro bajo el brazo. Saludó con un gesto respetuoso, sin decir palabra. Tilda lo observó de arriba abajo, resoplando.
—Ah, ahí está el caballero de las manzanas. Dicen que hasta sabe leer con voz de poeta.

Reed inclinó apenas la cabeza.
—Poeta no soy. Solo un hombre que quiere aprender a quedarse.

El comentario quedó suspendido en el aire. Tilda apretó los labios y salió, murmurando algo que nadie alcanzó a entender, pero que Wren supo se repetiría en toda la plaza.

La librería se llenó poco a poco de clientes que, más que comprar, querían mirar. Los niños se agolpaban en la ventana, imitaban la voz grave de Reed y se reían de sus propias caricaturas. Los mozos entraban a hojear libros sin intención de llevarse ninguno, con la excusa de ver cómo se desenvolvía el hombre al lado de Wren.

Wren sentía que cada movimiento suyo estaba bajo juicio. Hasta entregar un pergamino parecía un gesto analizado y comentado. La paciencia se le agotaba, pero Reed permanecía imperturbable. Apilaba libros, soplaba el polvo de las páginas, respondía preguntas prácticas de los clientes sin jamás levantar la voz ni añadir más leña a los rumores.

Parker, mientras tanto, correteaba entre las estanterías con su arco colgando. En un momento se subió al mostrador y gritó:
—¡Papá, mira cómo disparo al dragón!

El silencio cayó de inmediato. Todos los presentes lo miraron, expectantes. Wren sintió que el corazón se le salía del pecho. Reed, sin embargo, no reaccionó con grandilocuencia. Solo sonrió al niño y le respondió con voz baja:
—Buen tiro, Parker. Muy buen tiro.

El murmullo volvió a estallar como un río. Algunos rieron, otros chistaron, y más de uno salió de la librería con la cara iluminada, sabiendo que tenían una nueva historia que contar.

Cuando al fin la librería quedó vacía, Wren se dejó caer sobre la silla del mostrador, agotada.
—¿Por qué no lo callas? —susurró, más para sí misma que para él.
Reed, que seguía acomodando libros, respondió sin mirarla:
—Porque no quiero cortarle la lengua al único que habla con verdad en este pueblo.




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