Como Domar a un Cobarde

Capítulo 6

La mañana siguiente se levantó con un aire distinto, como si la bruma que cubría Cubridge no fuera de neblina sino de rumores. Desde la fuente hasta la taberna, no había boca que no repitiera la escena del día anterior: el carro desbocado, el grito de la madre, el niño en peligro, y Reed lanzándose sin dudar.

Las panaderas amasaban el pan con las manos llenas de harina, pero los ojos brillantes.
—¿Lo visteis? Ni pestañeó.
—Ni los guardias del señor feudal se mueven así de rápido.
—Yo os digo que no fue reflejo, fue instinto.

Los mozos en la taberna lo contaban golpeando la mesa con entusiasmo, exagerando cada gesto.
—Se lanzó como un caballero de baladas.
—Bah, era un carro, no un dragón.
—¡Pues para el niño fue igual que un dragón!

En la iglesia, el padre Lucian dedicó media homilía a condenar lo sucedido.
—El enemigo se disfraza de héroe para conquistar corazones. ¡No os dejéis engañar!

Pero hasta las beatas más fieles bajaron la mirada, incómodas. Porque aunque las palabras del cura ardían, la imagen de Reed con Parker en brazos ardía más.

Wren no podía caminar sin sentir el peso de las miradas. Cuando cruzó la plaza para comprar harina, las mujeres la rodearon como abejas al panal.
—Dios te lo devolvió —dijo una con fervor.
—Él es padre, te guste o no —añadió otra, con un gesto de triunfo.
—¿Vas a seguir negándolo después de esto?

Wren respiró hondo, con la espalda erguida y la barbilla alta, pero por dentro sentía que se le partía la calma en mil pedazos. No contestó; un silencio gélido fue su única respuesta. Aun así, sabía que ese silencio sería contado de cien maneras distintas antes del anochecer.

En la librería, Parker no dejaba de repetirlo. Se subía al mostrador, al estante, a la banqueta de Reed, y siempre con la misma frase en los labios:
—¡Mi papá me salvó! ¡Mi papá espantó al carro!

El niño reía, señalaba, dramatizaba con los brazos. Cada vez que lo hacía, Reed bajaba la mirada con humildad, sin aprovecharse del título. Wren, en cambio, sentía que cada repetición era un clavo más en la cruz de sus dudas.

—Parker, basta —decía con dureza.
—Pero es verdad, mamá. ¡Lo vi! —contestaba el niño, obstinado.

Reed no intervenía. Guardaba silencio, aunque en sus ojos brillaba una mezcla de ternura y peso, como si entendiera que la palabra del niño valía más que cualquier defensa suya.

Al caer la tarde, la plaza volvió a reunirse. No había pregón ni motivo, pero todos querían mirar al hombre que, según algunos, había redimido su cobardía en un solo acto. Otros, en cambio, murmuraban que los hombres no cambian, que una chispa de heroísmo no borra años de ausencia.

Reed salió con una caja de libros al hombro, dispuesto a llevarlos a la librería. El silencio fue inmediato. Todos los ojos se clavaron en él. Caminó despacio, con la serenidad de quien no rehúye la carga. No dijo palabra, no alzó la voz. Solo entró, descargó la caja y salió otra vez.

El pueblo habló por él.
—Ese hombre ya no es el mismo.
—O quizá lo es, pero ahora no huye.
—¿Y si lo que vuelve no es un cobarde, sino un padre?

Wren lo observaba desde la puerta. Sentía que el suelo bajo sus pies ya no era firme. El pueblo estaba cambiando, Reed estaba cambiando… y ella, sin quererlo, también.

Lo que más le dolía no era el qué dirán, sino el eco persistente en su pecho:
Él no huyó esta vez.

El día siguiente fue peor que el anterior. No por nuevos escándalos, sino porque el pueblo ya no podía callar. La plaza de Cubridge se partió en dos, como si una grieta invisible la hubiese atravesado durante la noche.

A un lado, los que hablaban de Reed como si fuese un hombre redimido. El herrero, con la frente siempre sudorosa, alzaba la voz en la taberna:
—¿No lo visteis? Se lanzó sin pensar. No calculó, no huyó, no midió las consecuencias. Eso no es teatro, eso es instinto de padre.

Los aprendices asentían, los mozos repetían sus palabras con entusiasmo. La historia del carro era contada una y otra vez, cada vez con más adornos: que había empujado con el hombro la rueda, que había detenido al caballo con la mirada, que Parker había reído en medio del peligro.

Al otro lado, los detractores no cedían. Doña Magda golpeaba su bastón en la fuente, rodeada de mujeres que escuchaban cada palabra como si fuese ley:
—Un acto no borra el pasado. El que huye una vez, huye siempre. Hoy finge constancia, mañana nos dejará viendo el polvo de sus botas.

El padre Lucian reforzaba la idea desde el púlpito.
—El enemigo salva para conquistar. No os engañéis: el lobo se disfraza de cordero, y cuando entra en el redil, es tarde.

Los ancianos asentían, los más devotos repetían sus frases como letanías. Pero incluso entre ellos, había miradas de duda, como si la imagen de Reed con Parker en brazos no pudiera borrarse con sermones.

Wren, en medio de todo, se convirtió en blanco. Allí donde iba, las lenguas la asediaban:
—Agradécele ya, Wren. Es lo justo.
—No seas ingenua, te arrastrará otra vez.
—¿Qué harás, mujer? ¿Seguirás negando lo que todos vieron?

Su silencio era interpretado como afirmación por unos y como rechazo por otros. No había salida: cada palabra no dicha se convertía en rumor.

En la librería, la presión era aún mayor. Algunos clientes entraban solo para provocarla:
—¿Ya le diste un lugar en tu mesa?
—¿Le dejarás la llave de la librería?
—¿O piensas seguir encerrada en tu orgullo?

Ella respondía con frialdad, pero el veneno se le metía en la piel. Lo peor era que Parker, sin comprender el peso de las cosas, seguía repitiendo la misma melodía:
—Mi papá me salvó. Mi papá es fuerte. Mi papá se queda.

Cada vez que lo decía, Wren sentía que el pueblo entero respiraba más fuerte, como si esas palabras del niño fueran decretos que ni ella podía revocar.




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