Como Domar a un Cobarde

Capítulo 7

El amanecer en Cubridge no tuvo la calma de otros días. La noticia del conteo diario de Reed había corrido de boca en boca: “Cada mañana viene, cada día se queda, cada día trabaja, cada día lee para Parker”. La idea había calado entre vecinos y curiosos, y ahora cada uno interpretaba el gesto a su manera.

Alrededor de la fuente, las mujeres se reunieron como un coro de juicio y opinión. Doña Magda agitaba su bastón con la precisión de un metrónomo:
—No es suficiente con leer cuentos. ¡Cada día que sigue allí, nos reta a todos!

Doña Tilda, con el ceño fruncido, replicó:
—Sí, pero hay que reconocerlo: no se esconde, no huye, no desaparece. Eso nadie lo esperaba.

En la taberna, el herrero ya no golpeaba el yunque con furia sino con orgullo.
—No es solo valentía —decía a los mozos—. Es constancia. Y un hombre constante vale más que cien que gritan y desaparecen.

Algunos adultos resoplaban con disgusto. Otros asentían sin admitirlo. Los niños, por supuesto, eran inmunes a todo menos a Parker y su arco. Habían adoptado como juego imitar los gestos de Reed: levantar libros, recoger tablones, hablar con voz grave para los cuentos.

Dentro de la librería, Wren sentía cada mirada como si la atravesara. Cada gesto de Reed era una demostración silenciosa de autoridad y cuidado, y cada movimiento suyo, una amenaza a su resistencia. Los libros que acomodaba, las hojas que soplaba, los dibujos que enseñaba a Parker… todo formaba parte de un ritual cotidiano que parecía ganar peso con cada amanecer.

—¿Ves lo que hace? —murmuró Clara, que ayudaba a organizar los libros—. No habla, no discute, y aun así todos lo miran.

—Sí —contestó Wren, apretando los labios—. Pero no entiendes… No se trata de ellos. Se trata de mí.

Porque cada amanecer, mientras el pueblo murmuraba y observaba, Wren sentía que el tiempo le imponía la verdad: cada día que Reed permanecía, su silencio pesaba más y más.

El tercer día del conteo, Parker se levantó antes del amanecer. Cruzó la librería en silencio, todavía con los ojos hinchados de sueño, y se apoyó en el hombro de Reed:
—Hoy también vienes, ¿verdad?

Reed asintió sin una palabra. Tomó al niño en brazos y lo sentó sobre la banqueta. Comenzó a leer en voz baja, mientras Wren observaba desde el mostrador. El murmullo del pueblo ya no estaba afuera; ahora resonaba dentro de ella, en cada esquina de la librería, en cada sombra de los estantes.

Un momento de silencio absoluto se instaló. Parker cerró los ojos y escuchó como si fueran secretos revelados solo para él. Wren comprendió, con miedo, que ese silencio era más poderoso que cualquier reproche público.

—¿Qué pretendes, Reed? —preguntó al fin, sin mirar al niño—. ¿Qué quieres demostrarme?

Él levantó la mirada, calmada, directa:
—Que puedo quedarme, Wren. Que no huyó. Que cada día que paso aquí es mi palabra más fuerte. Y que el tiempo, por fin, me da voz.

Wren tragó saliva. Esa voz, baja pero firme, llenaba la librería como el rumor de un río profundo. No había público; solo ellos, Parker y los libros. Y sin embargo, la sensación era igual que en la plaza: el mundo entero la miraba, y ella debía responder, aunque aún no supiera cómo.

Al caer la tarde, el pueblo se había dividido más explícitamente. Algunos vecinos comentaban con aprobación:
—Al fin un hombre que se queda. No que huye.
Otros murmuraban con disgusto:
—¿Y Wren qué dice? ¿Permite esto? ¡Qué mujer tan blanda!

Cada palabra que pasaba a través de las calles llegaba a los oídos de Wren como un recordatorio de que su decisión estaba siendo observada y analizada. Y aunque no había dicho un “sí” ni un “no”, cada gesto suyo—cada vez que no lo echaba, cada vez que no levantaba la voz—contaba como respuesta.

Esa noche, mientras cerraba la puerta y apagaba las luces, Wren entendió lo que siempre había temido: el tiempo y la constancia de Reed estaban ganando terreno dentro de ella y fuera. El pueblo ya no dictaba sentencia: el conflicto se había trasladado al corazón de la madre, y ahí no había tregua posible.

El amanecer número ocho llegó con un cielo encapotado, pero sin lluvia. El aire traía olor a tierra húmeda y a leña encendida, como si el pueblo entero se hubiese puesto de acuerdo para permanecer cerca de sus hogares. Sin embargo, Cubridge nunca callaba: las ventanas abiertas dejaban escapar voces, risas, discusiones, y todas, de un modo u otro, volvían a lo mismo.

En la plaza, frente a la fuente, un grupo de mujeres amasaba pan mientras vigilaban la librería con el rabillo del ojo. Entre ellas, Doña Magda batía la lengua con la misma habilidad con que batía la masa.
—Cada día lo mismo. Llega temprano, carga leña, acomoda estantes, sonríe poco. Parece un fantasma que no sabe morirse.

Doña Tilda respondió sin levantar la vista del canasto:
—Y aun así, el niño no se suelta de él. Yo digo que esa constancia… pesa.

Las más jóvenes guardaban silencio, pero en sus rostros brillaba una chispa de curiosidad. Para ellas, Reed no era solo un hombre que había huido: era una historia en movimiento, un cuento que se escribía frente a sus ojos y que tal vez terminara en redención.

Mientras tanto, en la taberna, el herrero golpeaba su martillo contra el yunque improvisado, haciendo saltar chispas y palabras a partes iguales.
—¡Lo vi otra vez esta mañana! ¡No esperó que nadie le pidiera nada! Fue al pozo, llenó los baldes y los dejó en la puerta de la librería. Como si fuese natural.
Un mozo joven, con más cerveza que juicio, replicó:
—Eso no borra lo que hizo.
—No, no lo borra —respondió el herrero, con calma—. Pero lo que hace cada día escribe encima. Y eso, muchacho, a veces pesa más.

Los hombres rieron, otros bufaron, y la discusión continuó hasta hacerse rutina. El nombre de Reed ya no era solo motivo de escándalo: era tema de conversación, moneda de cambio, entretenimiento diario.




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