Como Domar a un Cobarde

Capítulo 8

El amanecer número trece llegó cargado de un silencio distinto, un silencio que no era calma, sino expectativa. Desde antes que cantara el primer gallo, la plaza de Cubridge ya estaba viva: mujeres con canastos vacíos fingían compras, hombres con las manos cruzadas sobre los martillos esperaban sin trabajar, y hasta los niños, que solían correr con carcajadas, estaban reunidos como si presintieran un espectáculo.

Las campanas no repicaban, pero el murmullo era tan denso que parecía un toque de llamada. El aire olía a pan recién horneado y a brasas húmedas, pero bajo esos aromas flotaba otro olor más fuerte: el del juicio que todos habían decidido presenciar.

En la librería, Wren abrió la ventana y sintió que cien ojos se clavaban en ella. Parker aún dormía, abrazado a su arco y a su último dibujo, como si el sueño fuese un escudo contra la tormenta. Reed ya estaba de pie, con el saco puesto, los cabellos despeinados por el rocío y la determinación en los ojos.

—Hoy hablaré —dijo sin rodeos, mientras recogía un balde vacío.

Wren lo miró con el ceño fruncido, el corazón desbocado.
—¿Y qué esperas lograr, Reed? ¿Convencerlos a todos? ¿Borrar años de silencio con un discurso?

Él sostuvo su mirada sin vacilar.
—No quiero convencerlos. Quiero que sepan que no me escondo. Que si van a juzgar, que me juzguen a mí y no a ti.

La respuesta la dejó sin palabras. Durante un instante, deseó detenerlo, encerrarlo en la librería, atarle las manos si era necesario. Pero en lo profundo sabía que esa batalla se había vuelto inevitable. El pueblo no callaría hasta verlo hablar en la plaza.

Cuando Reed salió, la plaza entera se agitó como un enjambre. El herrero se adelantó con los brazos cruzados, observándolo con una mezcla de orgullo y desafío. Doña Magda golpeó el suelo con su bastón, como quien marca el inicio de un juicio. Doña Tilda murmuraba plegarias, mientras el padre Lucian emergía de la iglesia con la sotana recogida y el crucifijo en alto.

Reed caminó hasta el centro de la plaza, con paso firme pero sin arrogancia. No llevaba estandartes ni armas, solo sus manos vacías y la mirada clara. Se detuvo junto a la fuente, donde el agua brillaba bajo la luz temprana.

—¡Ahí está! —gritó alguien.
—¡Que hable! ¡Que diga la verdad! —clamó otro.

El murmullo se volvió rugido. Unos pedían justicia, otros misericordia, otros simplemente espectáculo.

Desde la puerta de la librería, Wren sostenía a Parker contra su pecho. El niño, medio despierto, alzó la cabeza y preguntó con voz somnolienta:
—¿Dónde va papá?

Wren cerró los ojos, incapaz de responder. No quería que esas palabras se volvieran cadena, pero tampoco podía negarlas frente al brillo de inocencia que aún quedaba en su hijo.

Reed levantó la voz. No era un grito, pero su tono grave bastó para que el murmullo se apagara poco a poco.
—Vecinos de Cubridge. No vengo a pedir disculpas, ni a reclamar perdón, ni a inventar excusas. Vengo a deciros lo único que sé hacer: quedarme.

Un silencio pesado cayó sobre la plaza. Doña Magda bufó; el padre Lucian apretó los labios. Pero el herrero inclinó la cabeza con respeto.

Reed continuó:
—Sé que huí. Sé que dejé vacío un lugar que no debía dejar. Y no me escondo de eso. No pretendo borrar el pasado con cuentos ni dibujos. Solo digo que, desde el día que regresé, cada amanecer he estado aquí. No un día, no dos. Todos. Y mientras tenga aliento, seguiré viniendo.

Las palabras resonaron en los muros de la iglesia y en las vigas de la taberna. Un niño aplaudió tímidamente, y su madre le tapó las manos con vergüenza.

El padre Lucian alzó la cruz.
—¡Las acciones no lavan pecados! ¡La constancia no redime a quien manchó la honra de una mujer!

Reed giró hacia él con calma.
—No vine a redimirme ante vos, padre. Vine a mostrarme ante mi hijo. Y si el niño me llama padre, no seré yo quien le quite la palabra.

El murmullo estalló como tormenta. Gritos de aprobación, protestas, carcajadas nerviosas. El pueblo estaba dividido, pero por primera vez, Reed no era rumor ni sombra: era voz.

Wren sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía que ese momento marcaría un antes y un después. Porque, lo aceptara o no, Reed había puesto el peso de la verdad en la plaza. Y ahora, todo lo que viniera después recaería sobre ella.

Parker, en su regazo, sonrió como si hubiera comprendido más que todos los adultos juntos.
—Te dije que papá iba a hablar, mamá.

Las palabras del niño fueron dulces y crueles al mismo tiempo, como una campanada que no se podía ignorar.

Cuando Reed terminó de hablar, el silencio que siguió fue aún más fuerte que los gritos anteriores. Era el silencio de un pueblo que no sabía si aplaudir o condenar, el silencio de una comunidad dividida frente a una verdad que no podía deshacerse.

Y Wren comprendió que su batalla ya no era contra el pueblo ni contra Reed. Su batalla era contra el tiempo, que cada amanecer dejaba menos espacio para negar lo inevitable.

El discurso de Reed no terminó cuando calló su voz: empezó allí. La plaza quedó suspendida, como si cada palabra aún flotara en el aire, buscando a qué oído aferrarse. Por un instante, nadie se movió. Después, como siempre en Cubridge, la calma se quebró.

Doña Magda fue la primera en alzar su bastón.
—¡Palabrerías! ¡La constancia de un hombre no limpia la deshonra de una mujer!

Su voz encendió a un grupo de mujeres mayores, que comenzaron a murmurar plegarias en voz alta, como si el sonido mismo de sus rezos pudiera contrarrestar la fuerza de Reed.

Pero el herrero, con la frente sudada y las manos aún manchadas de hollín, dio un paso al frente.
—¡Yo lo he visto cada día! No habla con doble lengua, no finge. ¡Se levanta antes que el sol y trabaja como cualquiera! ¿Queréis más prueba que esa?

Las voces se alzaron de inmediato, chocando como martillos contra yunque. Algunos aplaudieron, otros chistaron. En un rincón, los mozos de la taberna gritaban con descaro:
—¡Que se quede! ¡Al menos entretiene más que las homilías!




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