Como Domar a un Cobarde

Capítulo 9

El amanecer número catorce llegó con un aire espeso, como si el pueblo entero hubiese pasado la noche despierto. No hubo risas de niños en la plaza, ni saludos cordiales entre vecinos. Solo un murmullo bajo, cansado, que flotaba entre las paredes de piedra como humo de hoguera mal apagada.

Desde la ventana de la librería, Wren lo percibió. El mercado se abrió con lentitud: las mujeres ponían sus canastos de fruta en los puestos sin mirarse unas a otras, los hombres discutían en susurros, los jóvenes se detenían frente a la fuente como si esperaran que el agua les diera una respuesta.

El juicio de la tarde anterior seguía resonando en las bocas, pero nadie lo mencionaba de frente. Era como si todo Cubridge hubiese despertado con resaca de palabras.

Dentro de la librería, la rutina intentaba recomponerse. Wren encendió la lámpara, Parker se entretenía con sus dibujos y Reed apareció, puntual, con un manojo de leña fresca sobre el hombro. No dijo nada, y eso fue más elocuente que cualquier discurso.

Wren lo observó de reojo. Había en él un cansancio nuevo, pero también una firmeza aún mayor. No parecía un hombre derrotado, sino uno que había aceptado la condena más difícil: permanecer en medio de un pueblo que no lo quería del todo, junto a una mujer que no lo reconocía por completo.

Ella lo sabía. Su decisión no lo había absuelto ni condenado. Lo había atado.

—¿Y ahora qué? —preguntó con un hilo de voz, mientras acomodaba libros en el estante.

Reed la miró con serenidad.
—Ahora, día tras día. Como siempre.

La respuesta la irritó y la conmovió al mismo tiempo.

El pueblo, entretanto, seguía desgarrándose. En la taberna, el herrero hablaba con voz ronca, defendiendo a Reed como si defendiera su propio honor.
—¿No veis que no se esconde? ¡Se queda bajo nuestra mirada, con nuestras burlas y reproches! Eso no lo hace cualquiera.

Pero el carnicero lo interrumpía con furia:
—¡Un perro que no se va no deja de ser perro! ¡Que se quede no lo hace digno!

Las discusiones se repetían en cada mesa, con golpes de jarra, con manos crispadas. Nadie salía de la taberna sin tomar partido.

En la iglesia, el padre Lucian había convocado a una nueva vigilia. Sus sermones ahora eran más agudos, más punzantes, como si necesitara recuperar la autoridad que el pueblo comenzaba a disputarle.
—La voz de una mujer no basta para decidir lo que es pecado —decía, con el crucifijo en alto—. No confundáis compasión con justicia.

Algunas ancianas lo seguían con fervor, rezando hasta quedarse sin aliento. Pero otras, sobre todo las más jóvenes, guardaban silencio, con miradas inquietas, como si la semilla de duda se hubiese sembrado ya en sus corazones.

En la plaza, Parker jugaba con otros niños. Nadie se lo prohibía, pero todos lo miraban distinto. Para algunos era motivo de ternura; para otros, recordatorio de una disputa sin resolver. Y lo peor: el niño no entendía la diferencia. Mostraba orgulloso sus dibujos, repitiendo con voz clara la palabra papá, mientras los adultos apretaban los labios, cada cual interpretando a su manera.

Wren lo veía desde la ventana, y cada carcajada de su hijo era un cuchillo doble: alegría pura y condena pública al mismo tiempo.

Esa noche, la librería estaba en penumbra. Reed acomodaba la leña en el fogón. Parker dormía con un libro abierto sobre el pecho. Y Wren, sentada frente al calendario, marcaba en silencio el número catorce.

—Catorce días —susurró, más para sí misma que para alguien más.

Reed levantó la mirada, y aunque no dijo nada, el brillo en sus ojos dejó claro que había oído.

Wren apretó los labios. El conteo, que al principio había sido prueba contra él, ahora se había vuelto cadena para ella. Porque cada amanecer que Reed se quedaba, su propia resistencia se erosionaba un poco más.

Y en lo profundo, lo sabía: el verdadero juicio no había sido el de la plaza, ni el del sacerdote, ni el de las viejas con sus bastones. El verdadero juicio apenas comenzaba… en la intimidad de su hogar.

La vida en la librería cambió, aunque en apariencia todo siguiera igual. Wren abría las ventanas al amanecer, sacudía las cortinas, ordenaba los estantes. Reed llegaba puntual, siempre con algo en las manos: leña, agua, una caja de libros, clavos o herramientas. Parker corría a su encuentro con la certeza de quien ya no dudaba de su regreso.

El pueblo, sin embargo, no dejaba de vigilar. Cada día había ojos en la plaza, miradas que se clavaban en la puerta de la librería como cuchillos. Algunas con desprecio, otras con curiosidad, unas pocas con compasión. Wren lo sabía: ya no eran los sermones ni los chismes los que dictaban la sentencia, sino ese constante escrutinio silencioso.

En la rutina diaria, Reed se volvió presencia inevitable.

Si una estantería crujía, él la reparaba.
Si el fuego del fogón se apagaba, él traía astillas.
Si Parker se distraía, él lo guiaba de nuevo hacia sus dibujos o lo sentaba en sus rodillas para leer en voz baja.

Lo hacía sin pedir permiso, sin esperar agradecimiento. Y ese silencio suyo era lo que más desarmaba a Wren.

Un día, mientras ella revisaba facturas en el mostrador, Reed apareció con las mangas arremangadas, cargando un banco que había reparado en el taller improvisado detrás de la librería.
—Ya no cojea —dijo simplemente, colocándolo en su sitio.

Wren lo miró con el ceño fruncido.
—No te lo pedí.
—Lo sé.

El banco quedó allí, firme, como un recordatorio de que la constancia de Reed no dependía de su aprobación.

Parker, ajeno a todo, florecía en esa nueva normalidad. Sus risas llenaban la librería, sus dibujos se multiplicaban, sus juegos con el arco se volvían más elaborados. Cada tarde pedía cuentos, y Reed los narraba con voz grave, mientras el niño lo escuchaba con la boca abierta.

Wren fingía concentrarse en los libros de cuentas, pero cada palabra de aquellas historias le llegaba como un susurro peligroso. No eran solo cuentos: eran la evidencia de un vínculo que crecía frente a sus ojos, con la fuerza implacable de una raíz que rompe la piedra.




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