Cubridge despertó al amanecer número veinte con una tensión que podía palparse en cada esquina. No hubo campanas, pero el silencio era tan denso que hasta el canto de los pájaros parecía un atrevimiento.
El juicio del día anterior había dejado al pueblo dividido. En la taberna, las discusiones habían durado hasta la madrugada, con mesas volcadas y jarras derramadas. En la iglesia, el padre Lucian había elevado plegarias más severas que nunca, exigiendo arrepentimiento. Y en las casas, las familias murmuraban alrededor del fuego, incapaces de ponerse de acuerdo sobre lo que realmente había dicho Wren.
Unos aseguraban que la mujer lo había rechazado con firmeza. Otros decían que lo había aceptado de manera velada. La mayoría coincidía en algo: la voz de Wren ya no podía ser ignorada.
Dentro de la librería, el aire era distinto. No más silencio cobarde, sino silencio de batalla ganada a medias. Reed, puntual, apareció cargando leña y agua. Sus pasos resonaban firmes sobre el suelo de madera. Parker lo recibió con una risa fresca, como si el mundo nunca hubiera tenido disputas.
—¡Papá, mira lo que dibujé! —gritó el niño, corriendo hacia él con un pergamino en la mano.
El grito se filtró por la ventana abierta, y Wren apretó los dientes. Sabía que media plaza lo había escuchado.
Reed tomó el dibujo con cuidado. Tres figuras de pie, unidas bajo un sol que brillaba sobre la plaza de Cubridge. El trazo infantil era tosco, pero claro.
—Es hermoso, Parker. —Reed sonrió con ternura—. Lo guardaré como tesoro.
Wren cerró el libro de cuentas con un golpe seco.
—No lo alabes tanto. Ya bastante tenemos con que lo repita en cada esquina.
Reed se volvió hacia ella, con calma, pero también con una firmeza nueva en la voz.
—No voy a callar la voz de tu hijo, Wren. Ni aunque me lo ordenes.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier sermón.
En la plaza, los bandos seguían formándose con más claridad. Los jóvenes, fascinados por la rebeldía de Wren, comenzaban a verla como ejemplo de valentía. Las ancianas más devotas, en cambio, juraban que aquella decisión traería desgracia al pueblo entero.
Un grupo de hombres empezó a organizar reuniones secretas en la taberna. No querían esperar a que el tiempo dictara sentencia: exigían una acción. “Si la mujer no elige, elegiremos nosotros”, repetían con las jarras en alto.
Mientras tanto, un pequeño grupo de mujeres jóvenes visitaba la librería con más frecuencia. Fingían buscar libros, pero en realidad querían ver a Reed leyendo a Parker, querían escuchar su voz grave, querían sentir de cerca la calma que él transmitía. Para ellas, aquel hombre ya no era un fugitivo del deber, sino una figura distinta: alguien que se mantenía en pie frente a todo un pueblo.
Esa noche, cuando el pueblo apagó sus luces, Wren se quedó sola frente al calendario. Marcó el día veinte con un trazo lento, casi tembloroso. Cada número era ya un recordatorio de su propia voz.
—Ya hablé —susurró, como si quisiera convencerse—. Ya hablé.
Reed, sentado en la banqueta, la observó en silencio. No necesitaba palabras para saber lo que pensaba: la batalla apenas había cambiado de escenario.
La hoguera ya no estaba en la plaza. La hoguera ahora ardía en cada rincón de la librería, esperando el próximo soplo de viento.
El pueblo ya no era un solo murmullo: era un coro disonante, una plaza partida en dos.
De un lado, estaban los que apoyaban a Reed, encabezados por el herrero y algunos jóvenes que veían en él un ejemplo de redención. “Se queda, no huye”, decían en la taberna, golpeando las mesas con convicción. Para ellos, Reed era la prueba de que un hombre podía sostener con sus actos lo que alguna vez había quebrado con sus errores.
Del otro lado, guiados por el padre Lucian y las ancianas más severas, crecían los que lo rechazaban con fervor. “Un hombre puede quedarse por orgullo, no por virtud”, repetían. En cada sermón, el sacerdote agitaba el crucifijo como un estandarte, advirtiendo que Cubridge se precipitaba al pecado si aceptaba aquella unión velada.
Entre esos dos bandos, Wren y Parker eran el campo de batalla.
La librería comenzó a reflejar la fractura del pueblo.
Algunos entraban con gesto cordial, compraban pergaminos o pedían que Reed leyera en voz alta para sus hijos, y se marchaban dejando monedas como señal de apoyo. Otros, en cambio, dejaban los libros en el mostrador con brusquedad, lanzaban comentarios envenenados y salían sin mirar atrás, como si entrar allí fuese un sacrificio.
Wren aprendió a sonreír con frialdad, a mantener la voz firme y los gestos medidos. Pero cada visita era un veneno distinto, y cada palabra se le quedaba grabada como espina.
Reed, en cambio, parecía moverse con una calma obstinada. No respondía a los insultos, no agradecía los halagos. Simplemente seguía: reparando estantes, leyendo con Parker, acomodando libros como si nada lo distrajera. Su constancia, para algunos, era virtud. Para otros, era provocación.
Una tarde, mientras la plaza hervía de discusiones, un grupo de muchachos entró riendo. Fingían buscar un libro, pero pronto comenzaron a lanzar indirectas.
—¿Y hoy qué nos lee el nuevo maestro? —dijo uno, con burla.
—Quizá un cuento de lobos disfrazados —añadió otro, provocando carcajadas.
Parker, que escuchaba desde su rincón, se levantó con el arco en la mano.
—¡No se burlen de mi papá!
El silencio cayó como un trueno en la librería. Los jóvenes se miraron, sorprendidos por la firmeza del niño. Uno de ellos quiso replicar, pero Reed dio un paso al frente. No alzó la voz, ni levantó la mano. Solo se colocó entre Parker y los intrusos, con una serenidad que era más intimidante que cualquier amenaza.
—Si buscáis libros, os mostraré los estantes. Si buscáis burla, id a la taberna. Aquí no.
Los muchachos rieron nerviosos, fingieron indiferencia y se marcharon. Pero Wren sabía que ese gesto no quedaría en silencio.
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Editado: 23.09.2025